sábado, 18 de abril de 2015

Así era ella, no había más.

Venía siempre despeinada y sin sujetador. Decía que le oprimían las costillas, y que nadie debía sostener su corazón, porque no era suyo. Todos los domingos tenía resaca y la veías ahí sentada, con la voz del humo de cien cigarros y los ojos rojos como colillas aún encendidas.  Se reía por nada y cortaba todas sus camisetas. El ombligo es una cicatriz, y como tal hay que enseñarla. Quería ser actriz, porque afirmaba que no se sentía cómoda siendo ella misma, y aunque riera y bebiera en el fondo su sonrisa era de eterna tristeza. Prefería calzarse los zapatos de otros con tal de no llevar los suyos, puesto que el camino andado no había sido el mejor. Decía que no estaba preparada para amar, que le daba pereza toda la parafernalia que hay en torno a esa palabra. Que decir te quiero se había devaluado tanto que ya no significaba nada. Follaba sin condón porque la vida sin riesgo no es vida, y porque sentir piel con piel es imposible con una barrera de por medio. Cada noche se emborrachaba. Odiaba a su hermana porque era todo lo que ella soñaba. Una vida perfecta, fama y amistades. Con carrera. Siempre la habían comparado y ella se sentía aún más chica de lo que ya era. Cuando reía expulsaba todo el aire de sus pulmones, e hipaba para aferrarse a la música que producían sus carcajadas.  Se la pelaba el resto del mundo. O eso decía. Era frágil y fuerte, era risa y llanto sostenidos por una nota que nunca entonaba.


Era la locura que yo necesitaba en mi vida. Siempre he perseguido ese afán por autodestruirme, por quemar mi cuerpo y olvidar que es mío, por sonreír a la muerte y que ésta me mande un beso no de despedida, pero sí de hasta luego. Ella era mi cerilla. Mi Garfunkel. Ella era justo lo que necesitaba para arder en llamas sin importarme un para siempre, o un luego te llamo. Era todo lo que yo buscaba, y hasta ese momento, jamás había encontrado.



Por Carlos Pelerowski...