Con 38
años, Ben “steelhands” Johnson se enfrentaba a su último combate. Con un
palmarés de 69 victorias (32 de ellas por K.O.) y 41 derrotas sabía que su
cuerpo no daba para más.
Hubo un
tiempo en el que se habló de él en los medios. En el que los focos centraban
siempre su atención en aquella impresionante mole de músculos. Estuvo a punto
de luchar por e Campeonato Mundial de los Pesos Pesados. Tenía 24 años y un
palmarés de 19 victorias (17 por K.O.) y sólo dos derrotas. Además, llevaba una
racha de 14 victorias por K.O. en menos de 5 asaltos. Sus puños eran como los
del hombre de acero de los cómics, Clark Kent. Pero un positivo en cocaína le
impidió luchar por el título y estar dos años sin poder subirse a un ring. Ya
nunca sería el mismo.
Antes
del combate se miró en el espejo. Un cuerpo musculado, lleno de cicatrices. Se
había roto contando el total más de 23 costillas, 2 veces la mano derecha, una
vez la izquierda, todos los metacarpios al menos una vez y la nariz cinco o
seis veces. Además, lo que esnifaba casi a diario no ayudaba a que el tabique
volviese a ser recto. Sus cejas, repletas de cicatrices de haberle puesto
puntos y grapas, y su boca levementa sin sensibilidad en el lado derecho.
Podría decirse que no era muy agraciado. Con 1,92m y 109 kilos de peso, sabía
cual podía ser su futuro. Portero de discoteca o matón a sueldo. Como mucho,
guardaespaldas. Y él no quería eso.
Para
ello, fue a ver al mafioso local. Un hombre casi anciano podrido de dinero al
que todos llamaban Tony el viejo. La idea era sencilla. Lucharía contra un
pipiolo cuyo palmarés era de dos combates, dos derrotas por K.O. Todo el mundo
apostaría a favor de Ben y Tony se llevaría todo el dinero cuando Ben besara la
lona. En el cuarto asalto.
Después
de mirarse al espejo, salió hacia el ring. Sonaba una bella canción que él
mismo había elegido, Summer 78, de Yann Tiersen. Poca gente lo sabía, pero Ben
era un hombre culto. Adoraba la música y la lectura, aunque después de recibir
tantos golpes en la cabeza sentía que cada vez le era más difícil prestar
atención a las páginas de un libro. En cambio 
la música, lograba amansarle. Como a las bestias. La gente estaba
enloquecida, chillaron cuando salió tapado con su albornoz. Puso un pie en el
ring, y subió.
Hubo un
tiempo en el que Ben estuvo enamorado. Una joven llamada Charlotte, que trabajaba
cerca del gimnasio dónde él entrenaba. Pero constantes problemas con la policía
y la droga había terminado por acabar alejándose de él. Lo mismo que el viejo
Bill, su entrenador del que tanto había aprendido. Ahora no le quedaba nada a
lo que aferrarse a este mundo. Sólo golpear y golpear, y levantarse cada vez
que le golpeasen a él. Así había sido su vida.
El
combate empezó. Ben llevaba el control. De vez en cuando dejaba que aquel
escuálido le diese algún golpe que otro. Para hacerlo más real. Tony el viejo,
rodeado de dos guardaespaldas, veía el combate con un gesto de triunfo.
La vida
de Ben siempre había estado marcada por la dureza. Su padre era un borracho que
le pegaba día sí, día también. Su madre los había abandonado cansada de tantas
palizas. En el colegio, los niños se reían de él porque no tenía demasiado
dinero. Pero Ben siempre ganaba todas las peleas. Fue así como el viejo Bill lo
descubrió un día, peleándose con 13 años contra niños de 16 en un descampado.
Los tumbó a todos. Su aplomo era inaudito, un diamante en bruto. Con 18 años
ganó su primer combate, y sólo las escapadas nocturnas que hacía para ir a
beber y filtrear con prostitutas le impedían ser mejor de lo que era. Pero Bill
siempre supo que si Ben hubiese querido, habría sido uno de los grandes de este
deporte.
Segundo
asalto, la gente empezaba a quejarse. Ben decidió dar un par de golpes al
niñato, para calmar las ansias de sangre del público. El pipiolo casi se cae.
Vaya blando, pensó Ben.
Tercer
asalto. Sólo quedaba uno para el final. Ben seguía recordando su vida. El
momento en el que perdió a Bill, llegando borracho y metido hasta las cejas a
un combate. Perdió en un asalto. Bill empezó a llorar, se marchó sin decir nada
y cerró su gimnasio para siempre. La fe le había abandonado. Cuando perdió a
Charlotte, fue la noche que la golpeó. Ben jamás había pegado a una mujer, y
nunca lo volvió a hacer, pero esa noche también se había metido de todo. A la
mañana siguiente, Charlotte había hecho sus maletas y se había ido.
Cuando
llegó el cuarto asalto, Ben se dio cuenta por fin de la realidad. Solo le
quedaba el honor en su vida, y no estaba dispuesto a perderlo. De pronto empezó
a golpear al pipiolo sin dejarle respirar. Un gancho de izquierda, uno de
derecha. Un uno-dos. Y otro. El pipiolo besó la lona inconsciente. Ben había
ganado su último combate. 
3 horas
después del combate, Ben estaba atado a una silla en un viejo almacén. Le
estaban golpeando los dos guardaespaldas de Tony, un golpe tras otro. Era la
mayor paliza de su vida, en ningún ring le habían dado semejantes golpes. Después,
sacaron una sierra y le amputaron las dos manos. Mientras se desangraba como un
cerdo, Ben sonreía. Sabía que el viejo Bill y Charlotte habrían estado
orgullosos de él. Incluso su padre habría estallado en lágrimas. Se estaba
muriendo, pero conservaba en honor del boxeador intacto. Puños de acero jamás
volvería a cerrarlos.
Por Henry Borowsky...

 
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