lunes, 29 de febrero de 2016

La rebelión de mi glándula pituitaria



          Vi mi glándula pituitaria sentada en su silla turca, aunque más que una silla era un trono exageradamente exagerado, una sátira sobre la proporcionalidad estándar. Dicha silla-trono debió ser transportada por los hombros marmóleos del David de Miguel Ángel o, tal vez, por los enfermos bíceps gigantásticos, de Goliat. Una silla fruto del todopoderoso -mas no omnipresente- hueso esfenoides. Empezó a darme una larga charla en idioma hormonal, demasiado tiempo hace que estoy en guerra con ellas y he olvidado gran parte de su vocabulario, por no hablar de mi nefasta conjugación verbal, y es que tengo un grave problema con la temporalidad, pues el ayer, el mañana y el hoy son la misma cuerda, ¿para qué llamarlas de distintas maneras?

            Volviendo al tema que me turba, lo que con suma dificultad y, probablemente, no de modo muy acertado, logré comprender, es que había decidido ponerse en huelga. La muy honesta y profesional comentó que me envío una carta con dos semanas de antelación -como marcan los odiosos cánones- que seguro extravié, como toda esperanza, y la sombra que allá donde iba siempre me hacia de tapiz, quizá no perdí mi sombra, puede que eligiese otros pies a los que seguir.

            Mi cara se descompuso, no sólo por lo extraño que pueda parecer hablar con una glándula, que de por sí creo que en algún delito penal debí incurrir o, simplemente, porque mis alas residan en el manicomio, sino porque tenía -hasta ese momento- bien claro, que sólo los seres humanos son dueños del derecho a huelga -y ni siquiera todos-. En ese momento la silencié, sin perder la cortesía de la que normalmente carezco, la dejé hablar mientras mi mente estaba en otro lugar, es decir, la oía sin escuchar, nada nuevo que no suela hacer habitualmente. Empecé con mis rutinarios pensamientos en círculos concéntricos, que siempre acaban desembocando en círculos excéntricos y así es como olvido la mayoría de los puntos de partida. La conclusión sencilla a la que llegué fue que por qué no iban a poder declararse en huelga las hormonas. De este modo, volqué toda mi atención en sus palabras. Con un par de cabezadas a modo de asentimiento, estoy seguro que no se percató de mi viaje inmóvil, y si lo hizo, no pareció importarle.

            La siguiente decisión que tomé, tras escuchar pacientemente un idioma que apenas lograba entender, y que únicamente lograba balbucear cual niño falto de horas de logopeda, fue la de preguntarle a doña hipófisis sobre su motivo de huelga. Tras un suspiro, que por cierto me pareció infinito, del cual expulsó una ventisca que separó mi barba bizarra en dos -como Moisés las aguas del Mar Rojo- me explicó su motivo. Quería que fuese sabedor que gran parte de sus funciones, tienen como objetivo conseguir que mi organismo se encuentre en homeostasis, lo que ocurre es que soy un saboteador maestro y se me da a la perfección -y además sin ningún tipo de esfuerzo- desequilibrar todo mi posible equilibrio. No sólo puedo intentarlo de forma consciente e inconsciente, sino que mi inherente fisionomía lucha contra el equilibrio. Esta nariz que hace visible la invisible estrella de David, y estos pies que parecen esquíes de Mamut, sólo ayudan a la madre torpeza y a derrocar todo imperio homeostático.

            Vi mi frustración en sus ojos frustrados dirigiéndose hacia mí, traspasando carne, esfínter y espíritu, intentando intentar mirar a través de mí, como si fuese papel cebolla. Decía sentirse fracasada, que no podía hacer nada por mí. Opinaba, con la altanería de un rey a un mendigo, que mis pensamientos filosóficos no me hacían ningún bien. Argumentaba, con palabras elocuentes y con una voz en Fa exento de vibrato, que hurgar en la tristeza sólo traía tristeza. A lo que yo me opuse desde el silencio, ya que nadie me concedía turno de réplica. La glándula pituitaria continuaba con sus innumerables quejas, no sentía pena por mí, sólo decepción y un burnout que veía salir en cada una de sus palabras, pues eran fuego. No había lágrimas en los ojos que yo vislumbraba, pero habían huellas de sal, de unos ojos que llovieron largo tiempo y finalmente quedaron secos. Desde aquel trono -cada vez me parecía más y más grande- su tono de voz iba pasando de la normalidad del Fa a un Do menor diabólico. Me sentía un petirrojo en el desierto, perdido y confuso, sin la protección de los ficus canalejeros y sin el eco de lo que los demás creen que es canto, pero se equivocan, no es más que llanto. En aquellas palabras glandulíneas habían verdades que para mí eran mentira, mas no estoy seguro de que mis verdades, certezas sean, y mucho menos de si sus certezas lo son más que las mías. Con todo, sus frases no eran para nada descabelladas y unas buenas bases siempre hacen tambalear jóvenes cimientos. Sólo tengo la seguridad del placer que me produce fecundar mis verdades del modo que lo hago, este no es otro que ensayo-error, discusión, discusión y discusión.

            Continuó exponiendo sus tormentos. Desde la lejanía vi de modo borroso -por no llevar mis lentes-, como su pecho se henchía, era una especie de  gorila endocrina, inflándose como un globo de helio pero con la voz de un barítono dramático. Creo que la descripción más precisa que puedo ofrecer, es que su aspecto era el de Robert Hale de un modo afeminado, con pelos por todas partes, orificios nasales profundos como el del agujero azul cerca del arrecife Lighthouse y cerca de la costa de Belice, y un trasero que en lugar de ser de gorila era de mandril. Vuelvo a situarme en un círculo excéntrico y me resulta prácticamente imposible recuperar el tema prioritario, disculpe lector los rodeos copernicanos que dibuja mi mente. El caso es que, mientras su pecho aumentaba, su autoestima también lo hacía, pero de modo exponencial, así que la señorita hipófisis sobrepasó el punto de no retorno, y cuando se quiso dar cuenta, en lugar de exigirme algún tipo de medida de cambio, ultimátum o cualquier otra alternativa, cejó en su empeño de derecho a huelga y dimitió. Renunció al empleo de toda su vida. No reclamó finiquito, ni algún tipo de indemnización, sólo quería abandonarme, necesitaba olvidarme. Lo noté en sus ojos. Pocas cosas son más trágicas que ver en tus ojos el reflejo de los de otro ser al que amas, y sentirte incapaz de hacerle feliz.

            No he hecho nada en mi vida más honesto que lo que hice con aquella glándula. La dejé marchar sin peros, sin intentar retenerla, sin obligarla a escuchar mis excusas y perdones vanos.

            Me declaro huérfano de hipófisis. No sólo eso, han vetado mi entrada en los islotes de Langerhans, nadie quiere servirme daiquiris de insulina o shots de absenta con glucagón. Walter Cannon estará descojonándose en su tumba, sabiendo que es imposible que sobreviva mucho más tiempo sin homeostasis. Y como bien postuló Claude Bernard 'el equilibrio del medio interno es la condición para la vida libre', mi respuesta ante tal afirmación es, qué puede ocurrir ahora que esta maldita glándula se despoja de mí, enviándome al ingrato abismo de una cárcel dentro de otra cárcel, pues aun cuando contaba con la compañía de esa glándula desagradecida -probablemente el único desagradecido sea yo- mi libertad ya era un sueño.

            Sin embargo, las tonalidades de la oscuridad son incontables, y a mí me esperaba una opacidad mayor. Pues una vez dimitida, doña hipófisis hizo llegar a los integrantes del sistema nervioso el rumor de su algarabía. Millares de neuronas aferentes y eferentes la vieron tan feliz que ninguna dudó en preguntar a qué se debía tal estado. Era de esperar que lo contase, lo que no podía imaginar es que mutase la historia real en una fábula en la que yo era una mezcla de Caín y de la bruja malvada del Oeste de Oz. ¿Acaso lo que me pareció una fábula pudo ser la historia con mayor objetividad jamás contada?

            Un ejército se presentó ante mi desequilibrado ser, escuchó aquellos pasos incluso el mismísimo Lucifer, y tuvo miedo por mí, pues me considera un excelente huésped para dentro de no demasiadas vueltas de reloj. Me escupió una obesa neuroglía en la cara, iba a devolverle el mejor derechazo que me hubiese sido posible, pero fui cobarde ante su séquito furioso, y para qué mentir, antes de reaccionar, una microglía, que apareció de entre los gruesos brazos de la neuroglía, se abalanzó y abofeteó cruzándome la cara como le hubiese gustado hacer a Ramón y Cajal. Antes de limpiarme la mielina que discurría por mi nariz quevedesca, se acercó un galvanorreceptor y me incrustó un dedo en el ojo, transmitiendo una descarga eléctrica que hizo que viese el futuro durante un segundo, lo que reforzó mi pensamiento sobre que el futuro no es más que presente. Arrodillado, esperando sus palabras con el pavor del que cree que no tiene miedo, mientras soportaba las burlas de pequeñas células de Schwann y Müller.

            Todas dimitieron.

          Decían que era insensato, que me negaba a controlar impulsos de locura fugaces. Afirmaban que era más peligroso que una bomba atómica en las manos de un bebé con parkinson. No soportaban mi decisión indecisa o mis indecisiones decididas. Auguraban el peor de los finales para mi existencia y no querían estar presente en ella. Lo entendí y acepté. Se marcharon con el equilibrio perfecto que a partir de ese momento me faltaría a mí.

            Y aquí me hallo. Tengo frío y calor al mismo tiempo. A veces, me cago encima mientras estoy comiendo. La bipolaridad se ha apoderado de lo poco que me pertenecía, pasar de la fase maníaca a la depresiva tan rápido como inhalo y exhalo es algo que me agota. Estoy muerto en vida, sin la paz del muerto mas con el dolor de la vida. He perdido la armonía con el medio ambiente, intento subsistir tocando la armónica para que me medio oriente, quizá sea un método hiriente, invocar música para recordar lo que ya no se tiene. Ahora que me paro a pensar mientras corro hasta vomitar, tal vez hipófisis tuviera en su poder la verdad, y estos pensamientos homéricos sólo me conduzcan a la búsqueda de la paz, sabiendo que el ingenuo que la busca no la encuentra jamás.

            Se derrumba mi castillo de nohaypies. Sin embargo, comienzo -por decimotercera vez- mi último intento de montar una torre sólida, apilando partes de mi alma, una encima de otra. Observo que ninguna es igual a la anterior, que no concuerdan en tamaño, que estoy desproporcionado como el trono de la glándula pituitaria. Entonces olvido lo que voy a perder por mi falta homeostática, y empiezo a comprender que si nunca me ha gustado la perfección y he sido amante incauto de las imperfecciones, qué mejor solución podría existir que destruir todo aquello que me mantiene en equilibrio. 

            Así que voy caminando con pies de mármol sobre una cuerda raída y atada a ninguna parte, funambulista sonámbulo, que no teme caer pues, a veces, se llega antes. 






Por Edgar Kerouac.








Domingo de viento


           El viento sopla sin la intención de tumbar al árbol, éste no lo siente como una ofensa, baila a su ritmo, aunque puede que de dolor se retuerza. Caen sus hojas y el viento se las lleva, a otra parcela, donde quedan huérfanas de unas ramas que son como estrellas. El vals sigue su curso, no existe pausa o espera. El viento hace volar todo tipo de elementos, les proporciona alas, y sólo los humanos se quejan de este drama, tal vez envidiosos por no volar careciendo de alas. Danza una bolsa de plástico cualquiera, ejecutando cabriolas imposibles y que nadie se detiene a observar, excepto yo. La miro hipnotizado e intentando imitar, demasiado limitado, o me limito yo con dicho pensar. Este pensamiento algún día me va a matar, pues pensar que es posible la cara y la cruz, y sea cual fuere la elegida, ambas y ninguna es errar, me atormenta, esa es la verdad.       
            Entreactos, eso es mi pensamiento, un cierre de telón que permanece siempre abierto, mientras transcurre mi vida en este pequeño mundo, que nos parece tan inmenso. Tras la pausa de un autodebate existencial, el viento continúa fungiendo su armoniosa función. Palomas en el suelo, multitud de ellas acaban de aterrizar, demasiada brisa para trescientos gramos de ave que jamás soñó con ser rapaz, pues ama lo que es, sin envidiar a las demás. Tiendo al abrazo hacia la nada o a mí mismo, me pregunto al tiempo que esta ventisca me hace tambalear. El viento obligándome a quererme, como si no lo hiciese bien, debe ser porque a mí puedo engañarme, pero no a él. “Llorador” empedernido, mas jamás me habréis visto, soy todo un profesional, inside of me es como me enseñé a lagrimar. Sin embargo, el viento me sirve de excusa, para liberar las lágrimas que angustia -en este maltrecho corazón- fecundan. Continuar el ciclo de la vida, que no sólo es Hakuna matata sino, también, muere y deja morir. Eso llevo acabo dejando fluir las saladas gotas de miel, que el viento aleja de mi faz. Intento seguir su trayecto, que pienso jamás volverá a ser el mío, y van a parar a una niña que fantasea con su caballo de cartón, a su libre albedrío. Mis lágrimas en su mejilla. Brillan sus ojos y quedo preso. Sus padres no lo han visto, yo guardo ese recuerdo, ¡cuán equivocado estaba! ¡mis lágrimas han vuelto!



           Y es que, en ocasiones, sólo otro puede aliviarte donde te duele.




Por Edgar Kerouac.

lunes, 1 de febrero de 2016

Pequeña reflexión.

No tener nadie a quien escribir es sentirse como un poeta muerto. No consigo teclear porque no focalizo, no sé a qué hacerlo. Escucho música para inspirarme ahora que es de noche, pero no sale nada. Me siento muerto por dentro y estoy harto de conocer a personas que pasan por mi vida como el metro, sólo que no hay línea circular y no me monto. Las monto, pero eso no es suficiente. En cuanto termino me lanzo al vacío, huyendo de su abrazo, y lo que es peor, huyendo del mío. Hace mucho que no doy un abrazo sincero, de esos que surgen espontáneamente y llenan de luz un dia gris de febrero. 

Madrid es una ciudad que devora almas como quien devora caramelos. Prisas para ir a todas partes, cafés de quince minutos y noches etílicas en las que no sé cómo vuelvo a casa. Conocer se me antoja difícil, si antes de saber si su perro murió cuando era niña, me he corrido en su cuerpo y he escapado por la ventana. Haciendo trucos de escapismo para no volver a verlas, llorando en las aceras de noche mientras se limpian las calles, tratando de que esa manguera arrastre mis lágrimas y limpie mi alma.

Me encuentro en standby, necesito que alguien me encienda. Quiero un sábado bailando de noche, y acabar follando en cualquier portal de Malasaña. Que sea domingo y te despiertes a mi lado, tarde de calcetines, palomitas y sofá. Que difícil encontrarte, mi brújula se ha roto y doy vueltas que me llevan a ninguna parte. Naturaleza muerta como las de los cuadros del Prado, así está el jardín que hay dentro de mí. Las malas hierbas se adueñan de todo, pero son parte de algo más hermoso y no me atrevo a cortarlas. Creo que ahora vivo escondido en ellas, me protegen  y me siento a salvo entre ellas, agazapado.


No tener a nadie a quien escribir es sentirse como como un pintor sin lienzo. Mientras apareces seguiré bebiendo el fin de semana, follando y llorando donde nadie pueda verme, ni oírme.



Carlos Pelerowski