Vi mi glándula
pituitaria sentada en su silla turca, aunque más que una silla era un trono
exageradamente exagerado, una sátira sobre la proporcionalidad estándar. Dicha
silla-trono debió ser transportada por los hombros marmóleos del David de
Miguel Ángel o, tal vez, por los enfermos bíceps gigantásticos, de Goliat. Una
silla fruto del todopoderoso -mas no omnipresente- hueso esfenoides. Empezó a
darme una larga charla en idioma hormonal, demasiado tiempo hace que estoy en
guerra con ellas y he olvidado gran parte de su vocabulario, por no hablar de
mi nefasta conjugación verbal, y es que tengo un grave problema con la
temporalidad, pues el ayer, el mañana y el hoy son la misma cuerda, ¿para qué
llamarlas de distintas maneras? 
            Volviendo al tema que me turba, lo
que con suma dificultad y, probablemente, no de modo muy acertado, logré
comprender, es que había decidido ponerse en huelga. La muy honesta y
profesional comentó que me envío una carta con dos semanas de antelación -como
marcan los odiosos cánones- que seguro extravié, como toda esperanza, y la
sombra que allá donde iba siempre me hacia de tapiz, quizá no perdí mi sombra,
puede que eligiese otros pies a los que seguir. 
            Mi cara se descompuso, no sólo por
lo extraño que pueda parecer hablar con una glándula, que de por sí creo que en
algún delito penal debí incurrir o, simplemente, porque mis alas residan en el
manicomio, sino porque tenía -hasta ese momento- bien claro, que sólo los seres
humanos son dueños del derecho a huelga -y ni siquiera todos-. En ese momento
la silencié, sin perder la cortesía de la que normalmente carezco, la dejé
hablar mientras mi mente estaba en otro lugar, es decir, la oía sin escuchar,
nada nuevo que no suela hacer habitualmente. Empecé con mis rutinarios
pensamientos en círculos concéntricos, que siempre acaban desembocando en
círculos excéntricos y así es como olvido la mayoría de los puntos de partida.
La conclusión sencilla a la que llegué fue que por qué no iban a poder
declararse en huelga las hormonas. De este modo, volqué toda mi atención en sus
palabras. Con un par de cabezadas a modo de asentimiento, estoy seguro que no
se percató de mi viaje inmóvil, y si lo hizo, no pareció importarle. 
            La siguiente decisión que tomé, tras
escuchar pacientemente un idioma que apenas lograba entender, y que únicamente
lograba balbucear cual niño falto de horas de logopeda, fue la de preguntarle a
doña hipófisis sobre su motivo de huelga. Tras un suspiro, que por cierto me pareció
infinito, del cual expulsó una ventisca que separó mi barba bizarra en dos
-como Moisés las aguas del Mar Rojo- me explicó su motivo. Quería que fuese
sabedor que gran parte de sus funciones, tienen como objetivo conseguir que mi
organismo se encuentre en homeostasis, lo que ocurre es que soy un saboteador
maestro y se me da a la perfección -y además sin ningún tipo de esfuerzo-
desequilibrar todo mi posible equilibrio. No sólo puedo intentarlo de forma
consciente e inconsciente, sino que mi inherente fisionomía lucha contra el
equilibrio. Esta nariz que hace visible la invisible estrella de David, y estos
pies que parecen esquíes de Mamut, sólo ayudan a la madre torpeza y a derrocar
todo imperio homeostático. 
            Vi mi frustración en sus ojos
frustrados dirigiéndose hacia mí, traspasando carne, esfínter y espíritu,
intentando intentar mirar a través de mí, como si fuese papel cebolla. Decía
sentirse fracasada, que no podía hacer nada por mí. Opinaba, con la altanería
de un rey a un mendigo, que mis pensamientos filosóficos no me hacían ningún
bien. Argumentaba, con palabras elocuentes y con una voz en Fa exento de
vibrato, que hurgar en la tristeza sólo traía tristeza. A lo que yo me opuse
desde el silencio, ya que nadie me concedía turno de réplica. La glándula
pituitaria continuaba con sus innumerables quejas, no sentía pena por mí, sólo
decepción y un burnout que veía salir en cada una de sus palabras, pues eran
fuego. No había lágrimas en los ojos que yo vislumbraba, pero habían huellas de
sal, de unos ojos que llovieron largo tiempo y finalmente quedaron secos. Desde
aquel trono -cada vez me parecía más y más grande- su tono de voz iba pasando
de la normalidad del Fa a un Do menor diabólico. Me sentía un petirrojo en el
desierto, perdido y confuso, sin la protección de los ficus canalejeros y sin
el eco de lo que los demás creen que es canto, pero se equivocan, no es más que
llanto. En aquellas palabras glandulíneas habían verdades que para mí eran
mentira, mas no estoy seguro de que mis verdades, certezas sean, y mucho menos
de si sus certezas lo son más que las mías. Con todo, sus frases no eran para
nada descabelladas y unas buenas bases siempre hacen tambalear jóvenes
cimientos. Sólo tengo la seguridad del placer que me produce fecundar mis
verdades del modo que lo hago, este no es otro que ensayo-error, discusión,
discusión y discusión.
            Continuó exponiendo sus tormentos.
Desde la lejanía vi de modo borroso -por no llevar mis lentes-, como su pecho
se henchía, era una especie de  gorila
endocrina, inflándose como un globo de helio pero con la voz de un barítono
dramático. Creo que la descripción más precisa que puedo ofrecer, es que su
aspecto era el de Robert Hale de un modo afeminado, con pelos por todas partes,
orificios nasales profundos como el del agujero azul cerca del arrecife
Lighthouse y cerca de la costa de Belice, y un trasero que en lugar de ser de
gorila era de mandril. Vuelvo a situarme en un círculo excéntrico y me resulta
prácticamente imposible recuperar el tema prioritario, disculpe lector los
rodeos copernicanos que dibuja mi mente. El caso es que, mientras su pecho
aumentaba, su autoestima también lo hacía, pero de modo exponencial, así que la
señorita hipófisis sobrepasó el punto de no retorno, y cuando se quiso dar
cuenta, en lugar de exigirme algún tipo de medida de cambio, ultimátum o
cualquier otra alternativa, cejó en su empeño de derecho a huelga y dimitió.
Renunció al empleo de toda su vida. No reclamó finiquito, ni algún tipo de
indemnización, sólo quería abandonarme, necesitaba olvidarme. Lo noté en sus
ojos. Pocas cosas son más trágicas que ver en tus ojos el reflejo de los de
otro ser al que amas, y sentirte incapaz de hacerle feliz. 
            No he hecho nada en mi vida más
honesto que lo que hice con aquella glándula. La dejé marchar sin peros, sin
intentar retenerla, sin obligarla a escuchar mis excusas y perdones vanos.
            Me declaro huérfano de hipófisis. No
sólo eso, han vetado mi entrada en los islotes de Langerhans, nadie quiere
servirme daiquiris de insulina o shots de absenta con glucagón. Walter Cannon
estará descojonándose en su tumba, sabiendo que es imposible que sobreviva
mucho más tiempo sin homeostasis. Y como bien postuló Claude Bernard 'el
equilibrio del medio interno es la condición para la vida libre', mi respuesta
ante tal afirmación es, qué puede ocurrir ahora que esta maldita glándula se
despoja de mí, enviándome al ingrato abismo de una cárcel dentro de otra
cárcel, pues aun cuando contaba con la compañía de esa glándula desagradecida
-probablemente el único desagradecido sea yo- mi libertad ya era un sueño. 
            Sin embargo, las tonalidades de la
oscuridad son incontables, y a mí me esperaba una opacidad mayor. Pues una vez
dimitida, doña hipófisis hizo llegar a los integrantes del sistema nervioso el
rumor de su algarabía. Millares de neuronas aferentes y eferentes la vieron tan
feliz que ninguna dudó en preguntar a qué se debía tal estado. Era de esperar
que lo contase, lo que no podía imaginar es que mutase la historia real en una
fábula en la que yo era una mezcla de Caín y de la bruja malvada del Oeste de
Oz. ¿Acaso lo que me pareció una fábula pudo ser la historia con mayor
objetividad jamás contada? 
            Un ejército se presentó ante mi
desequilibrado ser, escuchó aquellos pasos incluso el mismísimo Lucifer, y tuvo
miedo por mí, pues me considera un excelente huésped para dentro de no
demasiadas vueltas de reloj. Me escupió una obesa neuroglía en la cara, iba a
devolverle el mejor derechazo que me hubiese sido posible, pero fui cobarde
ante su séquito furioso, y para qué mentir, antes de reaccionar, una microglía,
que apareció de entre los gruesos brazos de la neuroglía, se abalanzó y
abofeteó cruzándome la cara como le hubiese gustado hacer a Ramón y Cajal.
Antes de limpiarme la mielina que discurría por mi nariz quevedesca, se acercó
un galvanorreceptor y me incrustó un dedo en el ojo, transmitiendo una descarga
eléctrica que hizo que viese el futuro durante un segundo, lo que reforzó mi
pensamiento sobre que el futuro no es más que presente. Arrodillado, esperando
sus palabras con el pavor del que cree que no tiene miedo, mientras soportaba
las burlas de pequeñas células de Schwann y Müller. 
            Todas dimitieron. 
          Decían que era insensato, que me
negaba a controlar impulsos de locura fugaces. Afirmaban que era más peligroso
que una bomba atómica en las manos de un bebé con parkinson. No soportaban mi
decisión indecisa o mis indecisiones decididas. Auguraban el peor de los
finales para mi existencia y no querían estar presente en ella. Lo entendí y
acepté. Se marcharon con el equilibrio perfecto que a partir de ese momento me
faltaría a mí.
            Y aquí me hallo. Tengo frío y calor
al mismo tiempo. A veces, me cago encima mientras estoy comiendo. La
bipolaridad se ha apoderado de lo poco que me pertenecía, pasar de la fase maníaca
a la depresiva tan rápido como inhalo y exhalo es algo que me agota. Estoy
muerto en vida, sin la paz del muerto mas con el dolor de la vida. He perdido
la armonía con el medio ambiente, intento subsistir tocando la armónica para
que me medio oriente, quizá sea un método hiriente, invocar música para
recordar lo que ya no se tiene. Ahora que me paro a pensar mientras corro hasta
vomitar, tal vez hipófisis tuviera en su poder la verdad, y estos pensamientos
homéricos sólo me conduzcan a la búsqueda de la paz, sabiendo que el ingenuo
que la busca no la encuentra jamás. 
            Se derrumba mi castillo de nohaypies.
Sin embargo, comienzo -por decimotercera vez- mi último intento de montar una
torre sólida, apilando partes de mi alma, una encima de otra. Observo que
ninguna es igual a la anterior, que no concuerdan en tamaño, que estoy
desproporcionado como el trono de la glándula pituitaria. Entonces olvido lo
que voy a perder por mi falta homeostática, y empiezo a comprender que si nunca
me ha gustado la perfección y he sido amante incauto de las imperfecciones, qué
mejor solución podría existir que destruir todo aquello que me mantiene en
equilibrio. 
            Así que voy caminando con pies de mármol sobre una cuerda
raída y atada a ninguna parte, funambulista sonámbulo, que no teme caer pues, a
veces, se llega antes. 
Por Edgar Kerouac.
