Costa da Morte. 24 de Abril de 1989. Malvica VS Bergantiños. El
campo, otrora de tierra lucía un pulcro césped. El viento del Nordés y el
dinero que últimamente se estaba invirtiendo en él hizo el resto.
Ahí saltaron los dos equipos,
jaleando la grada. Muchos desplazados de Bergantiños. Los viejos típicos del
lugar. Jóvenes con coches tuneados en la puerta del estadio. Algún que otro
cacique. Benemérita. Incluso el cura del pueblo había ido.
No se jugaban nada, con la liga casi
acabada y ambos a mitad de tabla. Tan sólo la dignidad de saberse el mejor de
los dos. Odio sempiterno entre ambos pueblos, compitiendo siempre. Ayer en el
Mar por el percebe. Hoy en el campo por la gloria. Mañana en las playas por la
coca.
El partido fue brusco, áspero.
Como se esperaba. Varias tarjetas y un árbitro increpado. Tirando a casero por
miedo a la multitud. El primer gol lo hizo Sito. Sito era el hijo de Don
Alfredo, el nuevo capo del pueblo. Era habilidoso y chulesco, tanto fuera como
dentro del campo. Se paseaba por el césped como quién lo hace en un BMW.
Sobrado. 
Pero no tardó en empatar Martiño.
Martiño era un menudo jugador del Bergantiños. Centrocampista de los que ahora
gustan, hacía jugar a todos. Siempre compartía el balón. En aquellos años empezó
también a compartir la aguja con algunos de sus compadres. Llegó a tener una
oferta por el Fabril unos años atrás, pero el perico le robaba tiempo de entreno.
Era sin duda el mejor jugador de la categoría. El día que llegaba sobrio, y sin
mono, era imparable. 
Tan pequeño y sin embargo tan
difícil de parar. Su cintura era como la goma elástica que se apretaba en el
brazo. O carracho, (la garrapata) le llamaban. 
Ese día estaba inspirado. Era una
de aquellas mañanas de eternas nubes a orillas del Atlántico. Y él aparecía
siempre, en todas partes. Como un príncipe de la niebla. Caño, pared, pase al
hueco. En Galicia dicen que las meigas haberlas hailas, y eso parecía más
propio de un conxuro. Algunos viejos del lugar todavía recuerdan aquel baile.
Muñeira con el balón.
A falta de doce minutos para el
final, Martiño recibió un pase de Brais, el fornido central marinero. Enfiló
rápido, con la portería entre ceja y ceja. Fue dejando atrás a defensores como
quien deja atrás la vida. Enfrente sólo el cancerbero. Y Martiño hizo magia.
Amagó por la izquierda, salió por la derecha y cuando el guardameta se lanzó
hacia allá, picó sutilmente la pelota. El balón acarició las redes. 1-2 en casa
del eterno enemigo. Los desplazados se volvieron locos, y al final tuvo que
intervenir la Guardia Civil. Martiño era un héroe.
Esa noche salieron los jugadores
a celebrarlo. A eso de las 3 de la mañana, Martiño estaba sólo, lo habían dejado
en el muelle. Apareció Sito con dos amigos. 
-Toma Martiño, prueba esto. Es
purísima. Por el partido de hoy.
Martiño, que ya estaba temblando,
lo cogió enseguida y se lo metió. Pronto empezó a convulsionar, a sufrir espasmos.
Aquel jaco estaba adulterado. Sito y los amigos empezaron a patearle. Como si
fuese un balón. Una vez tras otra. En la cara, en las costillas, en el hígado.
A la mañana siguiente, sólo se
hablaba del partido del día anterior. De Martiño. Mientras en el bar los marineros
volvían a narrar su gol imposible, su cadáver seguía allí en el muelle. El
suelo cubierto de una fina capa de sangre seca, que la llovizna trataba de
limpiar. El cuerpo frío y reventado. Las venas picadas y los dientes partidos.
A su lado, había unas redes de
pescador. Como las que a él le gustaba perforar con el balón.
Carlos Pelerowski
 
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