miércoles, 19 de junio de 2013
Ding, dong
Un ding sin un dong.
La llamada que se entrecorta
y no pide perdón.
El cuerpo que se arrastra
sin estar seguro de su decisión.
Dije ding, no escuché el dong.
Grité una palabra muda en mi interior
y salió una mariposa blanca
de mi ombligo inconexo,
maullando un nihilismo aprensivo y bobalicón,
disfrutando de la noche, de su Luna,
de las callejuelas y sus carreteras desnudas.
Escuché el ding, no pudé decir dong.
Pienso y escribo, sin hablar.
Hablo sin pensar y escucho escribir,
la máquina no cesa de teclear gastadas palabras,
que entre suspiros se esfuman liberadas.
Afirmé ding, respondí ding.
Perfilo mi imperfecto corazón,
ya apenas se asemeja a un corazón,
es un como un puño ensangrentado,
como un amanecer atormentado,
un pavo real exento de su color azulado.
Late a contratiempo,
sólo sigue el ritmo del viento,
mil veces derrotado
pero como un infante ilusionado
permanece esperanzado.
Dije dong, me adelanté al ding.
Quise llegar al fin
sin salir desde el principio,
cantar un estribillo
y olvidarme de la letra,
construir un edificio
empezando por la cubierta,
que me respetasen
sin haber respetado,
odiar
y no haber sido odiado.
Ding, dong.
Olvidé las precauciones
arriesgué mis posesiones
destruí la sociedad
y sus opiniones
por reconstruir un alma sin barrotes.
Decisiones sin sumisiones.
Volar caminando
con un ala en el talón
y otra en mis ilusiones.
Blasfemando sobre el edén,
porque el paraíso no está en los salmos
sino debajo de la piel
de hombres y mujeres
que no temen el olvido más ingrato.
Por discípulo de Maestro Sho-Hai.
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