El reloj que guardo en el bolsillo se ha
parado. Y la cuerda que lleva por dentro está enlazada en mi cuello, apretando
cada vez más por aquellos cuervos a los que crié y yo mismo saqué los ojos.  Esos cuervos que graznan cerca del espantapájaros que no es más que un montón de paja preparada para arder, y que ellos, cansados de ser los carroñeros del cielo, han decidido rezar por un mundo en el que el ser humano, como el propio espantapájaros del mundo de Oz, pidan un cerebro para poder pensar. Sin embargo, hace ya tiempo que también nos convertimos en el hombre de hojalata sin corazón, donde ni siquiera el aceite de miles de peces muertos logran hacer que sintamos algo en nuestro interior. 
Como si de una plaga se tratase todos los
relojes se están parando. El reloj de la estación fue el primero, lleva ya años
sin dar la hora, esperando fantasmagóricamente a que algún tren cargado de
ilusiones aparezca, y sin embargo no llega. Pero el niño que ya es anciano
sigue allí de pie esperando a ese amor que un día le prometió que volvería,
pero que sin saberlo él se marchó con aquel caballo al que había jurado amor
eterno en una fría tarde lluviosa del mes de marzo, donde cerraron el círculo
simbiótico entre naturaleza y ser humano, sin saber que rompían en mil pedazos
el corazón de un hombre que tan solo ansiaba volar junto a ella, y que sin
embargo yace desde entonces parado, con los pedazos de su corazón guardados en
una andrajosa maleta que está a sus pies, esperando que su amada llegue y con
las pezuñas de ese caballo haya creado un pegamento capaz de recomponer su
propio reloj biológico, que desde entonces no hace tic, y el único tac que
conoce es el del hospital, donde le hicieron mil pruebas solo para decirle que
el cáncer se había apoderado de todo su cuerpo, aunque eso a él no pareció
importarle puesto que su cuerpo no le pertenecía, tan solo el alma inmortal que
nadie había querido era suya, y la odiaba tanto como la amaba, puesto que había
llegado a sufrir un síndrome de Estocolmo que ni él mismo comprendía. Y el conejo llega tarde, sin saber que su reloj también está parado porque los niños ya no imaginan, y el mundo de los sueños ha sido vencido de una vez por todas, aunque yo luche por ver un tigre saliendo de la boca de un pez mientras desnudo contemplo el firmamento y logro tocar una estrella con mi vientre, sintiendo la enerrgía del Universo que se expande pero que no logra acabar conmigo, para eso ya existe el vino. Él vino a partir de un vaso de vino que vino de las regiones francesas del vino donde si yo no fui, él tampoco vino, y así me bebo el vino que acabo conmigo, pero espero que lo haga de una manera lenta donde el delirium tremens surja de la nada y logre que yo contemple al gran tigre que gobierna el mundo de mi vigilia.
Y así fue como aquel hombre, perdido en un
lamento que hacía llorar a las flores, se acercó a la casa del  herrero, y en un vano intento de robar un
corazón, lo apuñaló con su cuchillo de palo. La única consecuencia fue que la
mujer del herrero, al ver eso, se abalanzó sobre el fuego de la fragua,
transformándose en líquido y formando parte del propio reloj que llevo en mi
bolsillo, y que mientras más escribo más me atenazan sus cuerdas mi cuello, y
ya no soy capaz de seguir escribiendo pues
                                                                                                     t o 
                                                                                                             qu 
                                                                                                                              e.
                                                                                                                                                  ..
Por Henry Borowski..
