La
lluvia en el nublado que cae sobre las sábanas, esas sábanas de
fluido amoroso celestial. Unos pechos morenos, sensuales a rabiar,
que se ocultan de un león que cuida que las puertas no se cierren
por corrientes de aire, venideras de ventanas abiertas a modo de
prevención de ambientes cargados, llevándose consigo el olor de la
pasión matinal. Un alma, en ocasiones, puede habitar dos cuerpos
distintos, haciendo que la sangre de ambos hierva al aproximarse,
provocando,  contracciones musculares involuntarias y caricias que se
desconoce cuándo vinieron y cuándo se irán, si es que
definitivamente deciden irse. Y esas gotas de agua que agolparon los
capós, jamás borradas, engendradas por el dios eunuco de la lluvia,
que nació muerto y es eterno. Estas piernas quemadas por el silencio
de un portátil que teclea en una carretera que nunca calla, porque
las carreteras son esos caminos que no conocen el silencio mudo, como
esas ciudades de edificios besa-nubes que nunca duermen, aunque lo
parezcan. Una mujer que se distrae en su concentración, con esos
ojos que hablan, entre parpadeo y parpadeo, de milagros que son
posibles. El espacio que no existe entre las rígidas y
personalizadas americanas del armario, igual que el espacio entre
persona y persona en los metros de Japón, es el mismo que reside
entre molécula y molécula de aire. En el Oeste no hay caballos
indios, ni cactus, ni bolas rodantes, ni bares de mala muerte, sólo
hay Oeste, el último lugar donde iría de viaje el Este. Mientras
las cortinas sigan el bamboleo del canto del viento y los hurones
continúen sin aparecer, este valle seguirá siendo el mismo valle
que fue un día de un calendario sin comprar. 
Porque
las alas son más que simples plumas y el vuelo más que alzarse por
encima del suelo para tocar el cielo. 
                   Porque una sonrisa libera de la
jaula a cualquier ser y ese ser puedes ser tú. 
Por Edgar Kerouac. 
 
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