Como cada mañana se había levantado a primera hora.
Le encantaba salir a la calle y ver como ésta se despertaba. Era algo que desde
niño y después de tantos años, le seguía fascinando. Pero hoy era un día
diferente.
Juan era viudo, Graciela divorciada. Se conocían
desde que tenían apenas diez años. Habían sido vecinos en aquel pequeño pueblo
y habían crecido juntos. Casi como hermanos. Su juego favorito era el de las
sombras chinescas. Cuando oscurecía, y a la luz de un candil, él hacía formas
con sus manos y Graciela siempre las adivinaba. 
Hasta que Juan se tuvo que ir Madrid, por el trabajo
de su padre, que en aquella época no era ni muy bueno, ni estaba bien pagado.
No se volvieron a ver hasta después de 50 años. Ahora ellos tienen 66 años,
ambos jubilados y han vivido mucho. Juan conoció a una bella inglesa llamada
Emily, hasta que el cáncer se la arrebató hace algunos años. Graciela no lo
pasó tan bien. Sufrió humillaciones por parte de su exmarido, hasta que un día
éste golpeó a su hija, y no aguantando más, decidió marcharse con ella para no
volver. Ahora su hija vivía en Barcelona, y a veces iba a visitarla.
Cuando se encontraron fue toda una casualidad, en
una pequeña cafetería de Alicante. Ahora los dos vivían en esa bella ciudad
mediterránea. Al principio, no se reconocieron, pero en cuanto Graciela vio la
mirada de Juan supo que era él. No había cambiado nada. No tardaron en ponerse
al día, y poco a poco fueron quedando con más asiduidad. Se dieron cuenta de
que ninguno se había olvidado del otro. Se amaban, y lo sabían.
Por fin, después de varios meses, Juan se decidió a
dar el paso. Eligió un precioso hotel cerca de la costa, con una amplia
habitación que daba al mar. Éste, con la luz del sol le recordaba a la sonrisa
de Graciela. Ella estaba en el balcón, mirando las olas, con la calma en la
mirada. Él se acercó a ella y la besó. Luego, la introdujo en la habitación y
apagó las luces.
El lugar se quedó a medio oscuras. Sólo una pequeña
luz del atardecer entraba a la habitación de aquel hotel. De aquellas paredes
que serían las primeras en guardar el momento que llevaban anhelando años. Juan
se sorprendió mirando las sombras, jugando con ellas como cuando era un niño.
Con dos cuerpos era más difícil hacer una paloma o las fauces de un perro. Pero
siempre le habían enseñado que el camino es más importante que la meta, y no
dudó en tomarlo al pie de la letra. Y allí, mirando al mar, al fin el amor les
hizo a ambos.
Por Carlos Pelerowski..
 
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