miércoles, 30 de septiembre de 2015

En aquel mirador donde una vez me juraste algo que no cumpliste

Llegué siguiendo unos pasos que no eran de nadie hasta ese parque de Madrid. Sí, justo ese que tiene un templo traído de un país lejano y montado piedra a piedra, como se forja un amor puro. Llegué corriendo, y di una vuelta. Mientras me acercaba al mirador, escuchaba el sonido de un trompetista callejero. Tocaba jazz, ambientando el lugar. 20:20 de la tarde y el sol se ponía. El cielo de Madrid, ese cielo con más matices que tu sonrisa, estaba rojizo, o rosado. (Nunca se me ha dado bien describir colores. Solo los de tus tangas).

Era una puesta de película, aunque yo no quería verla.

Seguía la música de fondo ambientando el lugar, como si de un film de Fellini se tratase. Pero las únicas cámaras que había eran las de las parejas que inmortalizaban sus momentos. Sonrisas, abrazos y besos. Ellos eran conscientes de que el verdadero paisaje estaba enfrente de quienes le miraban. (Una vez estuve yo ahí contigo, y no necesité cámara alguna porque sabía que esos ojos que se posaban en los míos no podría olvidarlos. Y de momento no me he equivocado).


Seguí corriendo, después de haber espiado levemente cada amor que había allí, que no eran pocos. Lo lógico habría sido volver a casa, seguir corriendo, no salirme de la ruta. Pero tú sabes que los caminos no van conmigo; no si no llevan a tus piernas y si no puedo recorrerlos con mi lengua. Así que di vueltas al parque, pasando una y otra vez por ese mágico espacio durante unos segundos e intentando hacerlo mío. Las parejas se sucedieron unas, y después otras. Pero yo seguí en el parque, sin poder apartarme de aquella música y esas risas puras, donde no había espacio para la tristeza. Y durante unos segundos me apropiaba de ello. Seguí allí, hasta que al final caí exhausto, mi cuerpo no soportó seguir corriendo, y mi corazón consiguió resquebrajarse de una vez por todas. Al fin y al cabo estaba ya muy suturado, y las costuras se desgarraban con facilidad. Y mis ojos se cerraron, y mientras las fuerzas me abandonaban, yo lo único que podía ver eran tus ojos, tus ojos, solo tus ojos.


Carlos Pelerowski.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Cicatrices que duelen cuando el tiempo cambia.

Quemé más de cien cartas dirigidas a tu pecho porque me dijeron que ese fuego cauterizaría las heridas que tú me provocaste. Ahogué todos los barcos de papel que pude en el fondo de mis bolsillos, donde guardaba las lágrimas que te tenían como diana. Asfixié los gemidos que otras mujeres causaron en mi cuerpo intentando en vano silenciar los tuyos con otros. Rompí los candados de las bicicletas que había en el barrio porque si tú y yo no estábamos unidos, nada podía estarlo. No funcionó.

Me asomo a la ventana en una noche de septiembre, buscando alguna estrella que nos una, pero en ese momento recuerdo que desde tu casa la constelación es otra, y por mucho que intente buscar la Cruz del Sur, desde aquí jamás se verá.  Tengo miedo de volver a la gran ciudad, que me vuelva a devorar y no estés tú para sacarme de sus fauces en el último momento y ofrecerme tus sábanas como refugio, y tus piernas como caverna. Cobarde de volver a pisar unas calles que ya no son nuestras, de salir de la boca de un metro y que otra mujer lleve tu perfume, de buscarte con la mirada y darme cuenta de que no.


Ya apenas dueles, apenas apareces. Dicen que el tiempo lo cura todo, así que he adelantado todos los relojes, calendarios y cronómetros que tengo para que la distancia y el tiempo sean cada vez mayores. No sé si está funcionando, pero cuando vuelves siento como el anciano que predice el tiempo porque le duele la pierna, sólo que lo único que yo predigo es una noche de insomnio y no es la pierna precisamente lo que hace daño. Y estoy notando un leve pinchazo, me preparo para una noche larga y una mañana triste. Buenas noches, princesa.



Carlos Pelerowski.

domingo, 6 de septiembre de 2015

El amor aparece entre los andenes de la incertidumbre.

Ayer vi a dos niños. Él, tendría unos ocho años y un claro acento gallego. Ella era madrileña, la edad era parecida. No soy muy bueno calculando edades, ni echando piropos, pero creo que esta vez no me equivocaba. Era la primera vez que se veían, no se conocían de nada. El lugar, un tren. Pontevedra-Madrid. Siete horas. Un mundo para un niño.

Entre sueño y sueño vi que jugaban, reían, corrían. Incluso un viaje se vuelve divertido si aún puedes ir a Nunca Jamás.  Yo en aquel momento no lo sabía, pero estaba siendo testigo de algo que no imaginaba. Todo comenzó, como casi siempre, en el adiós. Es curioso que cuando lo bueno empieza, el tiempo se agota. Allí de pronto, me fijé en ellos. Él la miraba, con una sonrisa traviesa. Ella esperaba algo, aún sin saber que era. De pronto el se acercó y la abrazó. De frente. Sin tapujos. Con un leve deje de vergüenza. Un abrazo puro, de esos que ya casi no quedan. Sin querer significar nada más que una simple muestra de cariño. En ese momento lo vi claro. Se habían enamorado. Un amor inocente, infantil. Un primer amor. Tal vez ni siquiera ellos supiesen lo que había pasado. Y entonces cada uno se fue por un lado.

Pude escuchar al niño diciendo a su madre: “Mamá Julia me encanta”.  Mientras ella decía: “Ha sido el mejor viaje de todos, mami.” Un amor puro, no mancillado por besos ni sexo. Un amor que no espera nada a cambio, un amor que como vino ya no se irá. Tal vez no se vuelvan a ver.

Fui espectador de como surge un amor platónico. Ella no lo sabía, pero se había convertido en musa. Él, estaba perdido. Se había quedado maldito. Era uno de los nuestros ya. Había nacido un poeta, y ya no podría escapar nunca. Tal vez aún no, pero pasará el tiempo,  y las chicas se convertirán en mujeres, pero él nunca podrá olvidarla. Tal vez sus primeras líneas no sean para ella, aunque en el fondo sí. El primer trago, la primera vez que llore abrazado a una botella estará Julia en el fondo, sin saberlo él siquiera. Ya no hay vuelta atrás. Morirá siendo poeta, y buscará su sonrisa en todas las mujeres que pasen por su vida, y nunca podrá encontrar una parecida, salvo cuando busque en oniria y durante la brevedad del despertarse del sueño al olvidarlo, saboree ese abrazo de nuevo esperando un mañana que nunca llega.


Ese niño poeta soy yo, aunque en otra piel, y ya no sé si hablo de Julia o de ella, de mi primer amor que como el suyo, se perdió en un tren y no volví a verla más. Si ella leyese mis líneas sabría que son para ella, recordando un abrazo bajo las estrellas una fría noche de Agosto en Galicia. Yo también la convertí en musa sin saberlo, yo también sentí el frío de una despedida, agarrar una mano sabiendo que nunca volvería a sostenerla como en aquel momento. Alejarme despacio, con la mirada marchita y la sombra apagada. No sé si en aquel momento me convertí en poeta, o si fue la primera vez que subía la cuesta y su sonrisa me esperaba sin nada que decir, porque no hacía falta.Pero al final, como este pobre chico, me vi dentro de un mundo que ni siqueira yo sé como es. Pero la noche se acerca, y quien sabe, con un poco de suerte, volveré a verte.

En cuanto cierre mis ojos.


Carlos Pelerowski.