Quemé
más de cien cartas dirigidas a tu pecho porque me dijeron que ese fuego
cauterizaría las heridas que tú me provocaste. Ahogué todos los barcos de papel
que pude en el fondo de mis bolsillos, donde guardaba las lágrimas que te
tenían como diana. Asfixié los gemidos que otras mujeres causaron en mi cuerpo
intentando en vano silenciar los tuyos con otros. Rompí los candados de las
bicicletas que había en el barrio porque si tú y yo no estábamos unidos, nada
podía estarlo. No funcionó.
Me
asomo a la ventana en una noche de septiembre, buscando alguna estrella que nos
una, pero en ese momento recuerdo que desde tu casa la constelación es otra, y
por mucho que intente buscar la Cruz del Sur, desde aquí jamás se verá.  Tengo miedo de volver a la gran ciudad, que
me vuelva a devorar y no estés tú para sacarme de sus fauces en el último
momento y ofrecerme tus sábanas como refugio, y tus piernas como caverna.
Cobarde de volver a pisar unas calles que ya no son nuestras, de salir de la
boca de un metro y que otra mujer lleve tu perfume, de buscarte con la mirada y
darme cuenta de que no.
Ya
apenas dueles, apenas apareces. Dicen que el tiempo lo cura todo, así que he
adelantado todos los relojes, calendarios y cronómetros que tengo para que la
distancia y el tiempo sean cada vez mayores. No sé si está funcionando, pero
cuando vuelves siento como el anciano que predice el tiempo porque le duele la
pierna, sólo que lo único que yo predigo es una noche de insomnio y no es la
pierna precisamente lo que hace daño. Y estoy notando un leve pinchazo, me
preparo para una noche larga y una mañana triste. Buenas noches, princesa.
Carlos Pelerowski.
 
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