jueves, 24 de marzo de 2016

Rienda Suelta

Hazme feliz pregunta no realizada. ¡Contente en tus palabras, maldito indecente! ¡No estás solo! los ojos viajan en la omnipresencia de un dios virgen y fatuo, y aquí estoy preso en unas sandalias en invierno, con las raíces que me anclan a un firmamento por dibujar y a unas acciones que siempre parecen que vayan a ser, pero la realidad está fuera de lo que se pudiere imaginar. La presión de una intención imposible, la potestad que no se tuvo y aun así fue perdida. La ambición de un ser en infinitos seres. Las palabras que no tienen tiempo a comas porque incluso a ellas las devoran. La sociedad es un parásito inabarcable en mi organismo, puede que sea la razón por la que existe ectosimbiosis entre nosotros y no endosimbiosis. Estoy harto de alimentarme por trofalaxia, no les servía la transmisión boca a boca, que esta gente que cree tener el poder, nos humilla cambiando el boca-boca por el ano-boca. Sigo volando sentado en mi silla, con unas palabras que nadie lee y que sólo yo siento. Extraño se me hace el sentir, el notar el viento rasgarme la piel y secarme el alma; ser atacado por un beso y quedarme quieto para escuchar su música en mis labios. Y es que he sentido las notas en mi cuerpo y las he pintado en un baile elemental, desprovisto de ensayo y pensamiento; porque el sentir carente de razón es la vida en su estado puro, el impulso irrefrenable que destroza destinos y mares en calma, calma en el infierno donde todos iremos a parar, pues este mundo es la vida y lo muerto, el cielo, el principio y también el final; el círculo del pescado con boca de perro y cola de grulla que nunca termina pero tampoco logra empezar, pues se encuentra en el vacío que sólo Dioniso comprendió en su éxtasis efímero y eterno. He visto calles acallarme y me he rebelado en el silencio de los valientes desgraciados que carecían de desdén pero no de gracia. En la honestidad del mentiroso y la turba enaltecida de un ser sin género, ni sexo, ni gustos, ni estimulaciones, ni palabras, ¡hallé la prosopagnosia!. Caete en lodo anacrónico y véjate en insultos espúreos y amorfos. Jodidos ateos que mutan en fervientes católicos practicantes en sus ínfimas centésimas finales, con llantos en decibelios ensordecedores, reclamando un cielo en sus pies o una reencarnación en un retoño de familia pudiente. Esta mente crea bocetos en línea recta, que ella misma se encarga en descomponer en laberintos sin salida, donde comprendo que el único sendero de la muerte es la cruel vida, así como la vida no deja de estar compuesta de muerte. He tirado tantas veces la toalla, que últimamente no la recojo del suelo, sino que me tumbo a su lado e imagino lo que voy a hacer que pase y que no estaba predestinado a pasar. Quiero propagar gérmenes indómitos compuestos de utopía y fotografías de René Maltête, que decía sobre el humor que es 'ese espermatozoide frío en el orgasmo de la costumbre...ese golpe bajo a los tabúes, reglamentos y códigos confortables'. Tras la ventana de centeno y polillas ruidosas -en su justa medida-, hay una árbol de papel maché atestado por un coro góspel de urracas mudas, bajo sus ramas, ratas ralladas como cebras, yacen aplastadas en el paso de cebra, y la gente discurre sobre ellas sin minutos de silencio. La paz está en nosotros, pero sentimos nuestro interior como el lugar más lejano el cual poder visitar. Está ignominia que ofrezco al mundo, es todo el arte que puedo aportar, soy el ser que nunca esperé ser, haciendo lo que jamás imaginaría, en un contexto predecible, que ya me encargo de modificar a mí surrealista imagen...a mi indescriptible semejanza. Sólo espero destruir lo destruible para construir lo inconstruible, con la desesperanza que -a menudo- me susurra cuando estoy acostado en el jardín de mi cama envenenada.



Por Edgar Kerouac


Mi(e)rror

    


Háblame espejo mudo. Dime qué quieres y hazme libre de esta condena insoportable que pesa mil montañas invisibles. Sólo aspiro a tu susurro cansado. Arrodillado entre polvo de dudas y el ego de un filósofo nombrado por sí mismo, espero tu canto como el inventor un invento y el invento no inventado a su inventor. Necesito una confesión que me haga liviano el camino que estoy tomando, que más que duro es eterno y no tengo tiempo, sólo excusas y vagas creencias en mí. La confianza se gana, pero cómo se logra la confianza en uno mismo, dime espejo, dame una solución que siempre sea correcta, miénteme de ese modo y te creeré ciego como el mejor de los devotos, como si lo bueno y lo malo existiesen separados y no fuesen la misma cara de la misma moneda, caída desde el cielo en el azar de Murphy. Y me miro en ti para mirarme, y en esos ojos que resultan conocidos veo lo desconocido, un extraño preguntándome cuestiones oscuras y profundas sobre un diminuto ser, escondido en algún rincón de este cuerpo cóncavo y exento de virginidad. No he conocido mayor dolor que el autoconocimiento, una sucesión ininterrumpida de muertes para volver a la vida más fuerte y con ganas de volver a morir. Y es que el morir tiene un sabor amargo en su superfície y dulce y apetecible en su hondura, alcanzable para el valiente forastero poseedor de todo el tiempo que no tiene. Sigo frente a ti espejo, los dioses me dieron la capacidad de la espera en abundancia y fueron tan compasivos e irónicos conmigo que me dieron la dosis de impaciencia en la misma cantidad. Mordiéndome las uñas del alma espero, pero esperar es tan complicado, pues el tiempo informe es palpable y visible en la espera, todo se mueve lento esperándote a ti a que avances o retrocedas y resulta demasiado agobiante e incómodo, como mirar a los ojos fijamente a la persona que amas cuando aun no sabe que es amada y ni siquiera uno mismo lo sabe pero lo siente. El sentir antecede al saber, es un orden incorruptible e innegociable. Doy vueltas mentales sin mover un pie, mientras el espejo sigue mudo y la espera tortura estos nervios que aprendieron a explotar cuando no era el momento. Aprendí a comprender que los momentos no son cuando uno desea, pero si uno desea ser partícipe en esos momentos, debe abrir tanto los ojos como la luna cuando quiere estar llena, sólo de este modo, el mundo ignoto brinda la posibilidad de saborear el momento inadecuado en el tiempo justo. Perdí la cuenta de los instantes que quedaron tras de mí y nunca supe reconocer, por pensar que no era necesaria mi voluntad para que los momentos transcurrieran en la precisa adecuación del instante esperado, pues sin voluntad, el pájaro que sabe volar también cae al suelo y el pez que sabe nadar no avanza. Son mis manos, las culpables de alcanzar la infinidad de momentos que habitan el ambiente que mis ojos no son capaces de ver. Siempre he combatido y perdido frente al espejo, mi mejor enemigo se parece tanto a mí como yo a él, pero soy tan necio que pienso que puedo vencerle, y la victoria sólo es la peor de las derrotas, como las más dolorosa de las derrotas es la más gloriosa victoria. Mas aun sabiéndolo, sigo empeñado en la búsqueda del laureado triunfo, esperando a que ese reflejo impasible y fútil deje de observarme antes que yo a él. El masoquismo de este loco cerebro es consciente de tal imposibilidad, pero saber dista mucho de hacer lo que se sabe, pues como ser impulsivo y repleto de intestinos e instintos que soy, me encuentro dotado de una visceralidad que me aúpa por encima de todo racionamiento, en búsqueda de lo que a la ciencia lógica se le escapa. Y espero, espero, y espero sin saber esperar. Castigando a mi estómago sin comida, por alimentar a mi espíritu, en estas cuestiones que susurra una voz que jamás he visto y que pienso que soy yo sin saberlo a ciencia cierta. Espero como el monje que busca el nirvana, en el mayor silencio externo con los mayores estruendos internos. Al final, uno de los dos se rendirá, el espejo o yo, y tengo claro que seré yo, pero es tan necesario arriesgarse a errar, que ni siquiera la efímera y eterna felicidad me haría vender mi arriesgado alma.


Por Edgar Kerouac.

martes, 1 de marzo de 2016

Algunas estrellas sólo se ven si te miran a los ojos

El único lugar del centro de Madrid donde puedes ver las estrellas es el parque de Canal.

A veces buscamos constelaciones donde no podemos encontrarlas.

Como astrónomo aficionado he volado de estrella en estrella. Siempre lejanas.

Buscando estrellas a años luz de mí, tan separadas que cuando quiero llegar a ellas, a veces han muerto.

Han pasado eones desde que empecé con esta manía, o tal vez es cierto que el tiempo se dilata y se encoge a su antojo, y que cuando me aproximo a una estrella, el tiempo permanece casi impertérrito.

Si ha pasado tan rápido es porque nunca he logrado estar cerca de una de ellas demasiado tiempo.

Conozco estrellas de mil constelaciones, las he explorado una a una. Todas diferentes.

He estado incluso en algunas que no se pueden ver desde este hemisferio. La cruz del Sur llegó a ser mi estrella favorita.

Pero al final, he de volver a casa.

Y es entonces, cuando siento que se aproxima una. No es cierto, no es que se aproxime, es que siempre ha estado ahí. Es una estrella cercana, que cuando aparece ilumina mi salón, hace que las flores salgan a saludar y todo el mundo irradia una sonrisa inconscientemente.

(Aunque creo que ella no sabe que causa este efecto).

Es una estrella tan cercana, que uno ha de saber que si se acerca, se va a quemar. Lo he aprendido con el tiempo.

Ese día caluroso que me quemó la piel. Mirarla fijamente sin un cristal que converge su imagen. Son momentos extraños, dualidad indefinible.

Y sin embargo sucede que a veces, esa estrella te invita a que la acaricies. A que te acerques. Quiere abrazarte y que sientas ese calor que desprende.

Pero, y a pesar de haber viajado por todo el espacio-tiempo, el camino más corto a veces parece el más intrincado. Y me pierdo en un cinturón de asteroides que golpean mi cabeza, y no me doy cuenta que yo tengo el poder de esquivarlos. Desisto y no lucho, dejo que se abalancen sobre mí y, una vez dentro, ya no soy capaz de escapar.

Esta estrella seguirá dando calor, porque lo hace sin querer. Es su naturaleza. Y eso me reconforta, saber que no tendré frío.  Pero tal vez no pueda volver a acercarme tanto. Que no me deje, o que yo no me atreva, por miedo a quemarme.


Y ella, como las supernovas, elegirá cuando desea implosionar. 


Carlos Pelerowski.