jueves, 24 de marzo de 2016

Mi(e)rror

    


Háblame espejo mudo. Dime qué quieres y hazme libre de esta condena insoportable que pesa mil montañas invisibles. Sólo aspiro a tu susurro cansado. Arrodillado entre polvo de dudas y el ego de un filósofo nombrado por sí mismo, espero tu canto como el inventor un invento y el invento no inventado a su inventor. Necesito una confesión que me haga liviano el camino que estoy tomando, que más que duro es eterno y no tengo tiempo, sólo excusas y vagas creencias en mí. La confianza se gana, pero cómo se logra la confianza en uno mismo, dime espejo, dame una solución que siempre sea correcta, miénteme de ese modo y te creeré ciego como el mejor de los devotos, como si lo bueno y lo malo existiesen separados y no fuesen la misma cara de la misma moneda, caída desde el cielo en el azar de Murphy. Y me miro en ti para mirarme, y en esos ojos que resultan conocidos veo lo desconocido, un extraño preguntándome cuestiones oscuras y profundas sobre un diminuto ser, escondido en algún rincón de este cuerpo cóncavo y exento de virginidad. No he conocido mayor dolor que el autoconocimiento, una sucesión ininterrumpida de muertes para volver a la vida más fuerte y con ganas de volver a morir. Y es que el morir tiene un sabor amargo en su superfície y dulce y apetecible en su hondura, alcanzable para el valiente forastero poseedor de todo el tiempo que no tiene. Sigo frente a ti espejo, los dioses me dieron la capacidad de la espera en abundancia y fueron tan compasivos e irónicos conmigo que me dieron la dosis de impaciencia en la misma cantidad. Mordiéndome las uñas del alma espero, pero esperar es tan complicado, pues el tiempo informe es palpable y visible en la espera, todo se mueve lento esperándote a ti a que avances o retrocedas y resulta demasiado agobiante e incómodo, como mirar a los ojos fijamente a la persona que amas cuando aun no sabe que es amada y ni siquiera uno mismo lo sabe pero lo siente. El sentir antecede al saber, es un orden incorruptible e innegociable. Doy vueltas mentales sin mover un pie, mientras el espejo sigue mudo y la espera tortura estos nervios que aprendieron a explotar cuando no era el momento. Aprendí a comprender que los momentos no son cuando uno desea, pero si uno desea ser partícipe en esos momentos, debe abrir tanto los ojos como la luna cuando quiere estar llena, sólo de este modo, el mundo ignoto brinda la posibilidad de saborear el momento inadecuado en el tiempo justo. Perdí la cuenta de los instantes que quedaron tras de mí y nunca supe reconocer, por pensar que no era necesaria mi voluntad para que los momentos transcurrieran en la precisa adecuación del instante esperado, pues sin voluntad, el pájaro que sabe volar también cae al suelo y el pez que sabe nadar no avanza. Son mis manos, las culpables de alcanzar la infinidad de momentos que habitan el ambiente que mis ojos no son capaces de ver. Siempre he combatido y perdido frente al espejo, mi mejor enemigo se parece tanto a mí como yo a él, pero soy tan necio que pienso que puedo vencerle, y la victoria sólo es la peor de las derrotas, como las más dolorosa de las derrotas es la más gloriosa victoria. Mas aun sabiéndolo, sigo empeñado en la búsqueda del laureado triunfo, esperando a que ese reflejo impasible y fútil deje de observarme antes que yo a él. El masoquismo de este loco cerebro es consciente de tal imposibilidad, pero saber dista mucho de hacer lo que se sabe, pues como ser impulsivo y repleto de intestinos e instintos que soy, me encuentro dotado de una visceralidad que me aúpa por encima de todo racionamiento, en búsqueda de lo que a la ciencia lógica se le escapa. Y espero, espero, y espero sin saber esperar. Castigando a mi estómago sin comida, por alimentar a mi espíritu, en estas cuestiones que susurra una voz que jamás he visto y que pienso que soy yo sin saberlo a ciencia cierta. Espero como el monje que busca el nirvana, en el mayor silencio externo con los mayores estruendos internos. Al final, uno de los dos se rendirá, el espejo o yo, y tengo claro que seré yo, pero es tan necesario arriesgarse a errar, que ni siquiera la efímera y eterna felicidad me haría vender mi arriesgado alma.


Por Edgar Kerouac.

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