Háblame espejo
mudo. Dime qué quieres y hazme libre de esta condena insoportable que pesa mil
montañas invisibles. Sólo aspiro a tu susurro cansado. Arrodillado entre polvo
de dudas y el ego de un filósofo nombrado por sí mismo, espero tu canto como el
inventor un invento y el invento no inventado a su inventor. Necesito una
confesión que me haga liviano el camino que estoy tomando, que más que duro es
eterno y no tengo tiempo, sólo excusas y vagas creencias en mí. La confianza se
gana, pero cómo se logra la confianza en uno mismo, dime espejo, dame una
solución que siempre sea correcta, miénteme de ese modo y te creeré ciego como
el mejor de los devotos, como si lo bueno y lo malo existiesen separados y no
fuesen la misma cara de la misma moneda, caída desde el cielo en el azar de
Murphy. Y me miro en ti para mirarme, y en esos ojos que resultan conocidos veo
lo desconocido, un extraño preguntándome cuestiones oscuras y profundas sobre
un diminuto ser, escondido en algún rincón de este cuerpo cóncavo y exento de
virginidad. No he conocido mayor dolor que el autoconocimiento, una sucesión
ininterrumpida de muertes para volver a la vida más fuerte y con ganas de
volver a morir. Y es que el morir tiene un sabor amargo en su superfície y
dulce y apetecible en su hondura, alcanzable para el valiente forastero
poseedor de todo el tiempo que no tiene. Sigo frente a ti espejo, los dioses me
dieron la capacidad de la espera en abundancia y fueron tan compasivos e
irónicos conmigo que me dieron la dosis de impaciencia en la misma cantidad.
Mordiéndome las uñas del alma espero, pero esperar es tan complicado, pues el
tiempo informe es palpable y visible en la espera, todo se mueve lento
esperándote a ti a que avances o retrocedas y resulta demasiado agobiante e
incómodo, como mirar a los ojos fijamente a la persona que amas cuando aun no
sabe que es amada y ni siquiera uno mismo lo sabe pero lo siente. El sentir
antecede al saber, es un orden incorruptible e innegociable. Doy vueltas
mentales sin mover un pie, mientras el espejo sigue mudo y la espera tortura
estos nervios que aprendieron a explotar cuando no era el momento. Aprendí a
comprender que los momentos no son cuando uno desea, pero si uno desea ser
partícipe en esos momentos, debe abrir tanto los ojos como la luna cuando
quiere estar llena, sólo de este modo, el mundo ignoto brinda la posibilidad de
saborear el momento inadecuado en el tiempo justo. Perdí la cuenta de los
instantes que quedaron tras de mí y nunca supe reconocer, por pensar que no era
necesaria mi voluntad para que los momentos transcurrieran en la precisa
adecuación del instante esperado, pues sin voluntad, el pájaro que sabe volar
también cae al suelo y el pez que sabe nadar no avanza. Son mis manos, las
culpables de alcanzar la infinidad de momentos que habitan el ambiente que mis
ojos no son capaces de ver. Siempre he combatido y perdido frente al espejo, mi
mejor enemigo se parece tanto a mí como yo a él, pero soy tan necio que pienso
que puedo vencerle, y la victoria sólo es la peor de las derrotas, como las más
dolorosa de las derrotas es la más gloriosa victoria. Mas aun sabiéndolo, sigo
empeñado en la búsqueda del laureado triunfo, esperando a que ese reflejo
impasible y fútil deje de observarme antes que yo a él. El masoquismo de este
loco cerebro es consciente de tal imposibilidad, pero saber dista mucho de
hacer lo que se sabe, pues como ser impulsivo y repleto de intestinos e
instintos que soy, me encuentro dotado de una visceralidad que me aúpa por
encima de todo racionamiento, en búsqueda de lo que a la ciencia lógica se le
escapa. Y espero, espero, y espero sin saber esperar. Castigando a mi estómago
sin comida, por alimentar a mi espíritu, en estas cuestiones que susurra una
voz que jamás he visto y que pienso que soy yo sin saberlo a ciencia cierta.
Espero como el monje que busca el nirvana, en el mayor silencio externo con los
mayores estruendos internos. Al final, uno de los dos se rendirá, el espejo o
yo, y tengo claro que seré yo, pero es tan necesario arriesgarse a errar, que
ni siquiera la efímera y eterna felicidad me haría vender mi arriesgado alma.
Por Edgar Kerouac.
 
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