domingo, 20 de abril de 2014

Como el tigre que vuela en sueños de papel.

¿Cómo llegar a donde nadie ha llegado
si lo que busco entre el dolor de mis sentimientos
hace ya tiempo que ha volado?
Como la mariposa que después de ser capullo fue gusano,
Como el tigre que una vez fue enjaulado,
Como el hombre que nunca logró ser humano.
Como la mujer anciana, que se observa y
encuentra la belleza que aún le queda
pero que se marchita entre sus manos.

¿Cómo enjaular al amor entre esas cuatro paredes,
cuando está a punto de explotar
y (tal vez) convertirse en un arma mortal?
¿Cómo aprisionar al amante que solo quiere besarla
aunque ésta, cansada de promesas incompletas,
le haya abandonado ya para siempre
borrando esos recuerdos de borracheras?

Y así busco quererte entre las alas de mi propia alma,
encerrarme en esas cuatro paredes contigo
hacerte el amor como si jamás te hubiera conocido

explorar tu cuerpo, abrazarme a tu olvido.


Por Carlos Pelerowski...

La aldea



Se llamaba Daniel y llegó perdido una fría mañana de noviembre. El coche se había estropeado en aquel paraje singular. Observó el teléfono móvil. Sin cobertura.
Después de caminar durante unos 40 minutos, logró ver el campanario de una iglesia. Al fin personas, teléfonos y quién sabe, tal vez algún bar donde esperar caliente a la grúa. Mientras se aproximaba al pueblo, una ligera llovizna empezó a calarle el cuerpo, lenta pero inexorablemente. Se encontraba en medio de unas montañas con tantos tonos diferentes de verde que era imposible nombrarlos todos. Debajo se podía escuchar el sonido de un río. ¿Qué hacía en aquella perdida montaña gallega? Ni él lo sabía, pero no le gustaba conducir por carreteras transitadas, opinaba que así se perdía la esencia del camino. Y ahora se encontraba empapado y caminando, con las botas nuevas llenas de barro.
Llegó al pueblo. Más que pueblo parecía una aldea, apenas unas pocas casas antiguas y una iglesia. El viento hacía que las ventanas, ya desvencijadas por el paso del tiempo o la dejadez humana no dejasen de batir una y otra vez. El cartel del pueblo estaba caído, y en él se podía leer “Moruxo”. Jamás había oído ese nombre, pero decidió acercarse. Tan pronto entró al pueblo las campanas empezaron a doblar. Le sorprendió, era el único sonido que se oía. El tañido llegaba a ser hipnótico. Ni el ladrido de un perro, ni unas manos trabajando una finca. Sólo el gorjeo de unos cuervos a lo lejos, y aquella campana. Una vez, dos, tres, cuatro. Así hasta once veces. Daniel no se fijó entonces, pero su reloj se había parado hacía unos minutos.
Se acercó a lo que parecía un antiguo bar, donde dentro había de todo. Más que un bar era una típica tienda de ultramarinos, de esas que había tantas hace años y que por desgracia han ido cerrando una a una en todas las ciudades de nuestra geografía.
Abrió la puerta. Dentro sólo había dos personas. Un hombre de unos 60 años, con la cara rojiza y bastón y muletas. Llevaba una pierna ortopédica. Una boina cubría su cabello, que se asomaba ligeramente por debajo. Ropa vieja, pantalón de pana, camisa de cuadros y chaqueta de caza. En sus manos, una copa de coñac. Al otro lado de la barra, una mujer vestida enteramente de negro, cabello teñido incluído, que parecía casi tan anciana como las paredes de su establecimiento. Poseía más arrugas que la misma tierra, se podía leer la vida en ella.
-Buenos días.- Carraspeó Daniel. –Lo siento, pero se me ha estropeado el coche a unos 3 kilómetros de aquí y mi teléfono no tiene cobertura. ¿Podrían dejarme llamar desde el suyo? Es un poco urgente.
-Bos días, - dijo la señora- serán para usted.- La voz desprendía desprecio, desgajaba las palabras como si fuesen golpes.- Y aquí ahora mismo no se le puede prestar nada  hasta dentro de dos horas, pues ahora es el entierro y hasta que acabe no se puede realizar nada en este pueblo. La tradición es así, y si usted quiere que alguien le preste el teléfono tendrá que acompañarnos en la misa y el entierro. Si no, ya se está largando de este pueblo para no volver más, pero le advierto que no hay nada en 10 o 12 kilómetros a la redonda.- Profirió la anciana con asco. Su voz era como un lamento, calaba más que la propia lluvia de fuera.
- Home claro! Aquí veñen de fora e xa pensan que todo é así de fácil.- escupió el cojo en un gallego algo cerrado. – Pues mira rapaz, yo ya te digo que si por mí fuera, y con esa falta de modales ya estaba usted cajando leches fuera de este pueblo, pero le daremos una oportunidad, y podrá venir con nosotros al entierro.
Daniel no sabía en esos momentos que hacer. Algo dentro de él le decía que se fuera para no volver más a ese recóndito lugar, pero necesitaba el teléfono, y al fin y al cabo sólo serían dos horas de misa. Algo aprendería en este viaje.
            -Muy bien, me quedo pues.
            De pronto entraron al bar una mujer agarrada de un hombre, ambos ancianos también, y se llevaron a Daniel hacia la iglesia sin decir nada. El joven, aturdido por aquella masa de gente anacrónica, se dejó llevar.
 La iglesia era una sencilla obra de piedra, de estilo románico, algo extraño para la zona donde se encontraban. No era muy grande, apenas unos quince metros de largo y seis o siete de ancho. Pero lo más intrigante, era de nuevo el campanario. Se veía arriba la campana, pero no había cuerdas para tocarla, y era lo suficientemente pesada como para que el viento no pudiese moverla. Le sorprendió que a diferencia de otras iglesias, en ésta no había imágenes. Ni un solo santo, ni una imagen de Jesús. Nada. Se lo hizo saber a la recién llegada señora.
-Ah sí rapaz, verás, todas las imágenes se quemaron hace ya varios años en un incendio que hubo en el pueblo, y como somos todos muy pobres no hemos podido reponerlas. Además, es de mal agüero reponer esas cosas. Y ya sabes tú que aquí en los pueblos somos muy tradicionales. Es algo fría la iglesia así, pero maloserá que no se pueda dar la eucaristía.
            Tan pronto entró a la iglesia, un aire gélido como no había sentido nunca le acarició la cara. Dentro no había ni una sola luz artificial, sólo velas en todas partes. Al lado del altar, el féretro. Cerrado, grande, oscuro. Parecía que todas las miserias humanas pudiesen brotar de él.
            Daniel decidió sentarse al final de la iglesia, esperando que la misa fuese lo más rápida posible. No había mucha gente. Al cabo de 10 minutos, ya sabía que no iba a entrar nadie más allí. Dentro de la iglesia estaba el matrimonio que le había acompañado, la mujer del establecimiento y el hombre sin pierna. También un par de hermanos de unos 20 años, grandes como ellos solos, acompañados de un tercer joven con gafas bastante enclenque. Una mujer de unos cuarenta años con su marido, el cual parecía estar borracho. Y por último, tres ancianas que parecían tener más años que todo el pueblo junto. Un entierro triste, el difunto no parecía tener muchos allegados. Nadie lloraba, no se escuchaba un lamento. Al fondo de la iglesia, cuatro hombres de traje pertenecientes a la funeraria.
            De pronto, apareció el cura. Un hombre de unos sesenta años, delgado, con apenas unos pocos pelos en la cabeza. Venía acompañado de dos niños de unos once años, pálidos como si no hubiesen visto jamás la luz del sol. Los monaguillos.
            Una vez el cura se hubo cambiado, comenzó la misa. El cura la dio de espaldas, y en latín. Parecía que en aquel pueblo se habían quedado en el siglo pasado. Daniel no entendía nada, pero algo en la voz del párroco le inducía a escucharle. El lento bamboleo del botafumeiro, expulsando un denso humo pareció hipnotizarle. No reconoció el olor, pues no se parecía al incienso. Era un olor algo así como ahumado. Al cabo de una hora la misa finalizó. Era el momento de llevar el féretro al cementerio. De pronto, se le acercó un miembro de la funeraria:
-Perdone, pero uno de nosotros tiene un esguince en la muñeca, y no va a poder cargar con el ataúd. ¿Sería usted tan amable de ayudarnos?
Daniel, que se quería ir cuanto antes, accedió. Y así fueron, tres miembros de la funeraria y él, cargando con el ataúd. Las pocas personas que siguieron el féretro cantaban una triste canción en gallego, mientras la lluvia seguía cayendo, empapando las botas y el alma de Daniel, que cada vez se veía sumido en un estado mayor de melancolía y tristeza.
Llegaron al cementerio, y el párroco siguió hablando en latín. Una vez acabado, se abrió el ataúd. Martín, que se encontraba de nuevo alejado de toda la parafernalia preguntó al chico joven:
-¿Por qué lo abren antes de enterrarlo?
-Aquí es típico que cada persona que ha asistido al entierro le dé un beso al difunto antes de enterrarlo. Le recomiendo que usted también lo haga, o el muerto jamás descansará en paz.
Se colocó en una fila, que avanzaba lenta pero inexorablemente. Cuando le tocó el turno a él, se acercó al ataúd. Esa ropa, esa camisa. Esas botas nuevas. Esa cicatriz en la ceja, que se había hecho en una excursión cuando tenía siete años. No podía creerlo. Acababa de cargar con ese muerto. Y ese muerto no era otro más que él mismo.

 Una prolongada risa proveniente de la anciana de cabello oscuro se empezó a escuchar en el cementerio, una risa que manaba del odio más puro y que helaba la sangre.

Por Carlos Pelerowski....

domingo, 6 de abril de 2014

Era ella.

Era ella por la mañana, recién levantada y despeinada.
Cuando iba al baño, y después de tantos años
aún le daba vergüenza que espiara tras la puerta.
Cuando me seguía colocando una sonrisa en la tostada,
y me mojaba con agua la cara.
Era ella por la mañana, cuando antes de irse
Siempre me besaba.

 Era ella al mediodía, cruzando elegantemente las piernas en la mesa.
Cuando comía sin contar kilocalorías, sin mirar letras pequeñas.
Cuando después me insistía en dormir la siesta
y acabábamos en una guerra de cosquillas
donde yo siempre perdía.
Era ella al mediodía, cuando siempre me preguntaba
que tal el día.

Era ella cada tarde, con la brisa susurrando su nombre en mi oído,
y los pies bañados en la orilla del mar.
Cuando paseábamos y se asombraba con cualquier pequeño detalle
y me contagiaba esa sonrisa que quemaba.
Era ella cada tarde, sentada a mi lado en silencio,
Disfrutando de ese pequeño momento.




Era ella la noche. 





Por Carlos Pelerowski...