Se llamaba Daniel y llegó
perdido una fría mañana de noviembre. El coche se había estropeado en aquel
paraje singular. Observó el teléfono móvil. Sin cobertura. 
Después de caminar durante
unos 40 minutos, logró ver el campanario de una iglesia. Al fin personas,
teléfonos y quién sabe, tal vez algún bar donde esperar caliente a la grúa.
Mientras se aproximaba al pueblo, una ligera llovizna empezó a calarle el
cuerpo, lenta pero inexorablemente. Se encontraba en medio de unas montañas con
tantos tonos diferentes de verde que era imposible nombrarlos todos. Debajo se
podía escuchar el sonido de un río. ¿Qué hacía en aquella perdida montaña
gallega? Ni él lo sabía, pero no le gustaba conducir por carreteras
transitadas, opinaba que así se perdía la esencia del camino. Y ahora se
encontraba empapado y caminando, con las botas nuevas llenas de barro.
Llegó al pueblo. Más que
pueblo parecía una aldea, apenas unas pocas casas antiguas y una iglesia. El
viento hacía que las ventanas, ya desvencijadas por el paso del tiempo o la
dejadez humana no dejasen de batir una y otra vez. El cartel del pueblo estaba
caído, y en él se podía leer “Moruxo”. Jamás había oído ese nombre, pero
decidió acercarse. Tan pronto entró al pueblo las campanas empezaron a doblar.
Le sorprendió, era el único sonido que se oía. El tañido llegaba a ser
hipnótico. Ni el ladrido de un perro, ni unas manos trabajando una finca. Sólo
el gorjeo de unos cuervos a lo lejos, y aquella campana. Una vez, dos, tres,
cuatro. Así hasta once veces. Daniel no se fijó entonces, pero su reloj se
había parado hacía unos minutos.
Se acercó a lo que parecía
un antiguo bar, donde dentro había de todo. Más que un bar era una típica
tienda de ultramarinos, de esas que había tantas hace años y que por desgracia
han ido cerrando una a una en todas las ciudades de nuestra geografía.
Abrió la puerta. Dentro
sólo había dos personas. Un hombre de unos 60 años, con la cara rojiza y bastón
y muletas. Llevaba una pierna ortopédica. Una boina cubría su cabello, que se
asomaba ligeramente por debajo. Ropa vieja, pantalón de pana, camisa de cuadros
y chaqueta de caza. En sus manos, una copa de coñac. Al otro lado de la barra,
una mujer vestida enteramente de negro, cabello teñido incluído, que parecía
casi tan anciana como las paredes de su establecimiento. Poseía más arrugas que
la misma tierra, se podía leer la vida en ella.
-Buenos días.- Carraspeó
Daniel. –Lo siento, pero se me ha estropeado el coche a unos 3 kilómetros de
aquí y mi teléfono no tiene cobertura. ¿Podrían dejarme llamar desde el suyo?
Es un poco urgente.
-Bos días, - dijo la
señora- serán para usted.- La voz desprendía desprecio, desgajaba las palabras
como si fuesen golpes.- Y aquí ahora mismo no se le puede prestar nada  hasta dentro de dos horas, pues ahora es el
entierro y hasta que acabe no se puede realizar nada en este pueblo. La
tradición es así, y si usted quiere que alguien le preste el teléfono tendrá
que acompañarnos en la misa y el entierro. Si no, ya se está largando de este
pueblo para no volver más, pero le advierto que no hay nada en 10 o 12
kilómetros a la redonda.- Profirió la anciana con asco. Su voz era como un
lamento, calaba más que la propia lluvia de fuera.
-
Home claro! Aquí veñen de fora e xa pensan que todo é así de fácil.- escupió el
cojo en un gallego algo cerrado. – Pues mira rapaz, yo ya te digo que si por mí
fuera, y con esa falta de modales ya estaba usted cajando leches fuera de este pueblo, pero le daremos una
oportunidad, y podrá venir con nosotros al entierro. 
Daniel
no sabía en esos momentos que hacer. Algo dentro de él le decía que se fuera
para no volver más a ese recóndito lugar, pero necesitaba el teléfono, y al fin
y al cabo sólo serían dos horas de misa. Algo aprendería en este viaje.
            -Muy bien, me quedo pues. 
            De pronto entraron al bar una mujer
agarrada de un hombre, ambos ancianos también, y se llevaron a Daniel hacia la
iglesia sin decir nada. El joven, aturdido por aquella masa de gente
anacrónica, se dejó llevar.
 La iglesia era una sencilla obra de piedra, de
estilo románico, algo extraño para la zona donde se encontraban. No era muy
grande, apenas unos quince metros de largo y seis o siete de ancho. Pero lo más
intrigante, era de nuevo el campanario. Se veía arriba la campana, pero no
había cuerdas para tocarla, y era lo suficientemente pesada como para que el
viento no pudiese moverla. Le sorprendió que a diferencia de otras iglesias, en
ésta no había imágenes. Ni un solo santo, ni una imagen de Jesús. Nada. Se lo
hizo saber a la recién llegada señora.
-Ah
sí rapaz, verás, todas las imágenes se quemaron hace ya varios años en un
incendio que hubo en el pueblo, y como somos todos muy pobres no hemos podido
reponerlas. Además, es de mal agüero reponer esas cosas. Y ya sabes tú que aquí
en los pueblos somos muy tradicionales. Es algo fría la iglesia así, pero maloserá que no se pueda dar la
eucaristía.
            Tan pronto entró a la iglesia, un
aire gélido como no había sentido nunca le acarició la cara. Dentro no había ni
una sola luz artificial, sólo velas en todas partes. Al lado del altar, el
féretro. Cerrado, grande, oscuro. Parecía que todas las miserias humanas
pudiesen brotar de él.
            Daniel decidió sentarse al final de
la iglesia, esperando que la misa fuese lo más rápida posible. No había mucha
gente. Al cabo de 10 minutos, ya sabía que no iba a entrar nadie más allí.
Dentro de la iglesia estaba el matrimonio que le había acompañado, la mujer del
establecimiento y el hombre sin pierna. También un par de hermanos de unos 20
años, grandes como ellos solos, acompañados de un tercer joven con gafas
bastante enclenque. Una mujer de unos cuarenta años con su marido, el cual
parecía estar borracho. Y por último, tres ancianas que parecían tener más años
que todo el pueblo junto. Un entierro triste, el difunto no parecía tener
muchos allegados. Nadie lloraba, no se escuchaba un lamento. Al fondo de la
iglesia, cuatro hombres de traje pertenecientes a la funeraria.
            De pronto, apareció el cura. Un
hombre de unos sesenta años, delgado, con apenas unos pocos pelos en la cabeza.
Venía acompañado de dos niños de unos once años, pálidos como si no hubiesen
visto jamás la luz del sol. Los monaguillos.
            Una vez el cura se hubo cambiado,
comenzó la misa. El cura la dio de espaldas, y en latín. Parecía que en aquel
pueblo se habían quedado en el siglo pasado. Daniel no entendía nada, pero algo
en la voz del párroco le inducía a escucharle. El lento bamboleo del
botafumeiro, expulsando un denso humo pareció hipnotizarle. No reconoció el
olor, pues no se parecía al incienso. Era un olor algo así como ahumado. Al
cabo de una hora la misa finalizó. Era el momento de llevar el féretro al
cementerio. De pronto, se le acercó un miembro de la funeraria:
-Perdone,
pero uno de nosotros tiene un esguince en la muñeca, y no va a poder cargar con
el ataúd. ¿Sería usted tan amable de ayudarnos?
Daniel,
que se quería ir cuanto antes, accedió. Y así fueron, tres miembros de la
funeraria y él, cargando con el ataúd. Las pocas personas que siguieron el
féretro cantaban una triste canción en gallego, mientras la lluvia seguía
cayendo, empapando las botas y el alma de Daniel, que cada vez se veía sumido
en un estado mayor de melancolía y tristeza.
Llegaron
al cementerio, y el párroco siguió hablando en latín. Una vez acabado, se abrió
el ataúd. Martín, que se encontraba de nuevo alejado de toda la parafernalia
preguntó al chico joven:
-¿Por
qué lo abren antes de enterrarlo?
-Aquí
es típico que cada persona que ha asistido al entierro le dé un beso al difunto
antes de enterrarlo. Le recomiendo que usted también lo haga, o el muerto jamás
descansará en paz.
Se
colocó en una fila, que avanzaba lenta pero inexorablemente. Cuando le tocó el
turno a él, se acercó al ataúd. Esa ropa, esa camisa. Esas botas nuevas. Esa
cicatriz en la ceja, que se había hecho en una excursión cuando tenía siete
años. No podía creerlo. Acababa de cargar con ese muerto. Y ese muerto no era
otro más que él mismo.
 Una prolongada risa proveniente de la anciana
de cabello oscuro se empezó a escuchar en el cementerio, una risa que manaba
del odio más puro y que helaba la sangre.
Por Carlos Pelerowski....
 
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