jueves, 28 de agosto de 2014

Lego


 Una niña que apenas sabía de la vida, montó un pequeño puesto de madera de arce negundo, entremezclando tablas en buen estado con tablas podridas. Las tablas podridas eran sus preferidas, olían a todo lo que fueron antes de morir, pero la niña pensaba ciegamente que nunca se muere completamente, el recuerdo de aquello que muere siempre permanece vivo. En cada una de esas tablas podridas -si aquella niña te dejaba acercate- podías oír el cantar de petirrojos, cucos y ruiseñores que un día dormían -y despertaban- en aquellos negundos. 
 
  Un comercio sin jefes ni empleados, sin dinero, sólo trueque. Un comercio sin comercio, pura supervivencia. Ambas partes necesitaban esos bienes, y eso hacían, sobrevivir. Aquella niña, no poseía un puesto de limonada, ni de intercambio de cromos de los mejores quarterbacks de la NFL, ni siquiera de algodón de azúcar, como el resto de niños. Aquella niña intercambiaba ego por piezas de lego.
 
  Su negocio crecía tan deprisa como la envidia en el ser humano y las malas hierbas allá donde no da el sol. Pronto las colas alrededor de su puesto de madera podrida se hacían más y más extensas. La gente se agolpaba, se intentaban colar, se peleaban unos con otros, incluso entre amigos y familiares. Era triste ver como un nieto apaleaba a su propio abuelo sin compasión, hundiendo su arrugada cara contra el nada acolchado cemento. El sonido del crujido de aquella dentadura postiza sigue vivo en mis oídos y mi piel, igual que la imagen de una madre mordiendo a su hija, como si no hubiese comido en siglos. Todo por adelantar un puesto, por llegar antes ante aquella misteriosa niña. La gente moría en aquella interminable cola. Morían sin gloria, como hacemos la gran mayoría de personas. Unos morían asfixiados, otros por inanición, unos desangrados, otros se volvían locos por no dormir y se ahogaban en su propia locura, sin encontrar cura alguna. Los que seguían en pie, robaban a aquellos que iban cayendo al frío, gris y solitario suelo con sus cajas de lego, aun aferradas a sus rígidas y difuntas manos. Los que aun seguían vivos -o más que vivos, respirando- no tenían miramientos ni con los vivos ni con los muertos.

 Yo me encontraba alejado de toda aquella muchedumbre, jamás vi a la niña, no vi su aspecto, sólo escuché hablar de ella. Mis curiosas neuronas me hicieron saber de ella. Y no miento, si admito que saboreé cada palabra de aquellas y aquellos seres sedientos de ego.

 Mis compatriotas -los poetas- y yo, hablábamos con aquellos que buscaban el trueque con tanta ansia. Por aquél entonces, en aquellos años que pasaron como días, no nos importaba el color del cielo o si seguía estando allí arriba o había desaparecido; tampoco las enfermedades, o los futuros viajes y países que recorreríamos, sólo nos importaba lo que ocurría en la manzana en la que nos encontrábamos. Únicamente nos gustaba hablar con aquellos instrumentos estropeados de carne y hueso, ver el caos y la derrota en sus ojos, y escuchar la funesta melodía que les acompañaba en sus talones. Supongo que nos hacían sentirnos iguales por una vez, metidos en el mismo saco, en la misma ciénaga de miseria existencial. La diferencia entre ellos y nosotros, radicaba simplemente en un carboncillo y un papel. Nosotros matamos nuestros dragones sobre el blanco, inerte y vacío papel, dotándolo de muerte. Los poetas somos serpientes que mudan su piel sobre el papel. Aquella gente buscaba en el ego -que aquella niña intercambiaba-, lo que nosotros encontrábamos en el solitario folio.

 Dicen que aquella niña construyó un mundo completamente nuevo, con todas las piezas de lego que consiguió mediante el trueque. Nunca lo vi con mis ojos, no me creáis, yo no lo haría. Un ser con la incertidumbre por bandera no merece ser creído, así que me limito a que me escuchéis y olvidéis. Dicen que la niña era poeta, que ofreció todo lo que no podía darse a sí misma a cada uno de esos seres babosos y demacrados. Demacrados por un ego propio demasiado descuidado. Ese ego que te resucita cuando las lágrimas ya han llegado a mar abierto y te hunde cuando vas a rozar la Luna. Buscaban intercambiar aquello que no supieron alimentar. Porque el ser humano es experto en llegar tarde a lo que ya está perdido, a comprar el billete cuando el tren ya se ha ido, a pedir perdón sin sentido. Y Dios nos bendijo con el don de la esperanza, y eso es lo que les quedaba a aquellos malditos desgraciados. Una última esperanza, depositada en una niña, la cual no sabía el significado de la misma.

 Dicen que la niña -en su mundo de lego- sigue escribiendo, expulsando sus demonios sobre las hojas cuadriculadas de un cuaderno infantil. Esas hojas empapelan -a modo de póster continuo- las paredes de lego. Cada día mira esos fantasmas y continúa dando su ego. Sin miedo. Con una sonrisa misteriosa, que quizás oculte una felicidad demasiado grande para un cuerpo tan pequeño o quizás unos hombres del saco del tamaño de un chino imperio.

 Yo sigo bajo un alcornoque podrido, que huele tanto a él como a mí. Esperando escribir la primera palabra de este cuaderno infantil. Sin prisa. La palabra es menos rápida que el viento, pero más profunda. Y entonces espero. Sin saber si esa niña existe. Sin saber si mi alma se desviste. Sin saber si el resto de poetas soy sólo yo. Sin saber si acabaré haciendo cola, con una caja de lego de 182 centímetros de estatura, tan alta como yo. Para llenar mi vacío cuerpo, como vacía está la página que ahora mismo miro. Sin saber si esa niña sólo necesita que le pregunten cómo se llama. Pero...¿y cómo me llamo yo?

                                                         Sólo sé que mi ego os lego.






Por Edgar Kerouac, con el ego en el pincel y las palabras que desvelo.

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