Me despertó el
goteo de una cañería mojándome los calzones. Todos mis grandes relatos echados
a perder, empapados de agua sucia. Mis palabras reducidas a tinta corrida e
ilegible. Asesiné las legañas de mis ojos, no sin dolor. Con el ojo medio
abierto, vi una pluma negra sobresalir de la solapa de la americana color
marfil. Me acerqué hacia la pluma sin recuerdo alguno del día anterior. Con
cuidado y boquiabierto, con dedo índice y pulgar -como si de un forense en la
escena de un crimen se tratara- la cogí y empecé a analizarla con mi ojo bueno,
el izquierdo. Negra azabache, como la oscuridad de un subterráneo sin puertas
ni ventanas. Tan bella como maldita, así era la pluma que aguantaba en la mano.
Hipnotizado por
aquella misteriosa pluma, paseé dando círculos imaginarios por mi pequeño,
descuidado y solitario apartamento, intentando encontrar en los cajones y
armarios la memoria perdida.
Continué
caminando hasta que pasé rozando un espejo que tengo, no de esos diminutos,
sino uno en el que puedes ver tus miserias de pies a cabeza. Al pasar, de reojo
dilucidé una figura extraña reflejada en el espejo. Me invadió un escalofrío
que me hizo sudar miedo. No tenía valor para enfrentarme al espejo, entonces
una fuerza sobrehumana surgió de la pluma -que seguía sujetando entre mis
dedos- y me colocó frente al espejo.
Mis ojos
permanecieron cerrados, ¡estaba cagado de miedo! La pluma comenzó a desprender
calor e irremediablemente las persianas de mis ojos se abrieron. En aquel
espejo no me reflejaba yo, frente a mí Edgar Allan Poe.
Cayó de mi mano,
se transformó en un majestuoso y terrorífico cuervo que comenzó a picotearme
las costillas de mi lado izquierdo del cuerpo. Un “nevermore” ensangrentado
quedó tatuado en mí. Nunca más he vuelto a ser el mismo. Nunca más he vuelto a
escribir.
Por Edgar Kerouac.
 
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