Reunidos los jinetes, no
en cuerpo, sí en mente. Joaquín espira una pregunta que no podía seguir
apresando en su coraza de cristal, “¿Qué preferís, ver  crecer las flores en primavera, o verlas caer
en otoño?”. 
La pregunta me la trajo
en volandas el viento, igual de rápido que a un running back un pase de
Kaepernick, y no miento si digo que se paralizó el tiempo. Algún lustro debió
pasar, mas el reloj, anudado con cinta aislante a mi muñeca, me llevaba la
contraria. Según él, sólo habían transcurrido unos míseros diez segundos. 
El alma del alma de mi
corazón zarandeó, abofeteó y mandó callar a esa masa viscosa de kilo y medio y
falto de sentimientos, que algunos se empeñan en llamar cerebro. Silenciado el
cerebro respondí, “quiero las flores que crecen en otoño”. 
Al cuerno las rosas, los
tulipanes, las indecisas margaritas, con sus ahora te quiero, ahora no te
quiero. Al infierno con los girasoles, siempre riéndose de mí, girando el sol y
colocándolo bocabajo. Adiós caléndulas, claveles, gardenias, narcisos y lirios.
Adiós a todas, hasta nunca. 
No hay emoción
equiparable a ver nacer flores en otoño. Crecen solitarias y perfectas, como
las barbas de los mendigos, obras maestras que no requieren un barbero que les
poden y cuiden. Las flores que crecen en el cemento o en las tumbas de los
muertos. Las que se retuercen de frío a tallo descubierto y lloran savia, pero
no de alegría. Esas que nunca llegarán a unas manos cálidas en forma de ramo. Aquellas
que serán pisoteadas por niños sin sueños con zapatos repletos de barro. Flores
poeta que nunca podrán escribir porque no tienen manos. Las que crecen en la
sombra y sólo la luna las alumbra con su brillo omnipresente. Hermanas feas de
aquellas que se pavonean en primavera, y luego tienen que aguantar verlas
suicidarse en otoño, cayendo y muriendo sin gracia, sin afrontar el tango de la
muerte con el crudo otoño. Quiero las flores del mal tanto o más que
Baudelaire. Quiero que crezcan las flores de otoño otra vez.
¡A la mierda! Todas esas
débiles que viven del halago constante. Las flores de primavera son como los
ricos, siempre quieren más. En lugar de dinero quieren mimo, cada día un mejor
cuidado, una mayor cantidad de piropos. Más sol, más agua, una parcela de
tierra más grande y esponjosa, más y más y más. Quieren que nos arrodillemos
ante ellas y les besemos las raíces, un Cosmopolitan agitado, no removido. Que
les pintemos las pestañas de sus pétalos, que les masturbemos, incluso
necesitan este etcétera que acabo de escribir. 
Las flores de primavera
no conocen la soledad, y no me refiero a la edad del sol, sino a la capacidad
de no requerir compañía para existir. Las de otoño saben arreglárselas sin
nosotros, saben que si de ellas mismas no se valen, serán como si no
existieran. Algún día gobernarán el mundo desde el silencio, sin necesitar
gobernarlo. Ese día estaré allí, viéndolas brotar unas a otras en mutismo
absoluto. 
Brindo por las flores de
otoño, por saber respetar y amar su tristeza. Por disfrutar las cosas
difíciles. Por adaptarse en contra de lo establecido en la comunidad de las
flores. Por ser fuertes sin hacer alarde de ello. Brindo por ellas, por ser
espejo de almas errantes y heridas.
Ahora que la cinta
aislante comienza a despegarse de mi endeble muñeca, arrancándome el bello y
haciéndome gritar cual recién nacido tras el cachete de la matrona, me vuelvo a
percatar que en el reloj sólo han pasado treinta segundos. O el tic tac está
dormido o yo tengo demasiada prisa. La primavera aún no se ha ido. Escucho las
flores y sus risas. 
¡Me odian las flores de primavera!
porque a mí no me conquistan. Yo también las odio, porque en el fondo no puedo
odiarlas.   
Por Edgar Kerouac. Mención especial a Kino, mi amigo, mi jinete. Gracias por inspirarme con tus preguntas.
 
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