jueves, 18 de septiembre de 2014

Otoño, ¿dónde están tus flores?


Reunidos los jinetes, no en cuerpo, sí en mente. Joaquín espira una pregunta que no podía seguir apresando en su coraza de cristal, “¿Qué preferís, ver  crecer las flores en primavera, o verlas caer en otoño?”.
La pregunta me la trajo en volandas el viento, igual de rápido que a un running back un pase de Kaepernick, y no miento si digo que se paralizó el tiempo. Algún lustro debió pasar, mas el reloj, anudado con cinta aislante a mi muñeca, me llevaba la contraria. Según él, sólo habían transcurrido unos míseros diez segundos.
El alma del alma de mi corazón zarandeó, abofeteó y mandó callar a esa masa viscosa de kilo y medio y falto de sentimientos, que algunos se empeñan en llamar cerebro. Silenciado el cerebro respondí, “quiero las flores que crecen en otoño”.
Al cuerno las rosas, los tulipanes, las indecisas margaritas, con sus ahora te quiero, ahora no te quiero. Al infierno con los girasoles, siempre riéndose de mí, girando el sol y colocándolo bocabajo. Adiós caléndulas, claveles, gardenias, narcisos y lirios. Adiós a todas, hasta nunca.
No hay emoción equiparable a ver nacer flores en otoño. Crecen solitarias y perfectas, como las barbas de los mendigos, obras maestras que no requieren un barbero que les poden y cuiden. Las flores que crecen en el cemento o en las tumbas de los muertos. Las que se retuercen de frío a tallo descubierto y lloran savia, pero no de alegría. Esas que nunca llegarán a unas manos cálidas en forma de ramo. Aquellas que serán pisoteadas por niños sin sueños con zapatos repletos de barro. Flores poeta que nunca podrán escribir porque no tienen manos. Las que crecen en la sombra y sólo la luna las alumbra con su brillo omnipresente. Hermanas feas de aquellas que se pavonean en primavera, y luego tienen que aguantar verlas suicidarse en otoño, cayendo y muriendo sin gracia, sin afrontar el tango de la muerte con el crudo otoño. Quiero las flores del mal tanto o más que Baudelaire. Quiero que crezcan las flores de otoño otra vez.
¡A la mierda! Todas esas débiles que viven del halago constante. Las flores de primavera son como los ricos, siempre quieren más. En lugar de dinero quieren mimo, cada día un mejor cuidado, una mayor cantidad de piropos. Más sol, más agua, una parcela de tierra más grande y esponjosa, más y más y más. Quieren que nos arrodillemos ante ellas y les besemos las raíces, un Cosmopolitan agitado, no removido. Que les pintemos las pestañas de sus pétalos, que les masturbemos, incluso necesitan este etcétera que acabo de escribir.
Las flores de primavera no conocen la soledad, y no me refiero a la edad del sol, sino a la capacidad de no requerir compañía para existir. Las de otoño saben arreglárselas sin nosotros, saben que si de ellas mismas no se valen, serán como si no existieran. Algún día gobernarán el mundo desde el silencio, sin necesitar gobernarlo. Ese día estaré allí, viéndolas brotar unas a otras en mutismo absoluto.
Brindo por las flores de otoño, por saber respetar y amar su tristeza. Por disfrutar las cosas difíciles. Por adaptarse en contra de lo establecido en la comunidad de las flores. Por ser fuertes sin hacer alarde de ello. Brindo por ellas, por ser espejo de almas errantes y heridas.
Ahora que la cinta aislante comienza a despegarse de mi endeble muñeca, arrancándome el bello y haciéndome gritar cual recién nacido tras el cachete de la matrona, me vuelvo a percatar que en el reloj sólo han pasado treinta segundos. O el tic tac está dormido o yo tengo demasiada prisa. La primavera aún no se ha ido. Escucho las flores y sus risas.




¡Me odian las flores de primavera! porque a mí no me conquistan. Yo también las odio, porque en el fondo no puedo odiarlas.   





Por Edgar Kerouac. Mención especial a Kino, mi amigo, mi jinete. Gracias por inspirarme con tus preguntas.

     

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