jueves, 18 de septiembre de 2014

¿Jubilación?


Atender a todas las peticiones, demasiadas. ¿Omnipresencia? Un vulgar mito. Mi mujer está furiosa conmigo, siempre llego tarde a comer y cenar. Nunca duermo en casa. Apenas me dejo ver unos minutos de vez en cuando, un saludo rápido y vuelta a la faena. Mucho trabajo, escasa remuneración y -encima- no consigo hacer feliz a la gente.

En boca de todos en lo malo. En lo bueno, como si no existiese. Muere gente por mí, hay guerras, las hubo y habrá en las que se enfrentan personas en contra de mí y otras que me defienden a ultranza, fieles capaces de morir en mi nombre. No se dan cuenta que a la mayoría de ellos no los conozco y -perdonad mi franqueza- ni siquiera me importan.

Hacéis caricaturas de mí, en iglesias, libros y panfletos. Siempre con una barba larga y fea, cuando de sobra sabéis que soy de escueto y refinado bigote. Me vestís con harapos, cuando nunca he dejado de llevar traje. Yahvé, me apodáis, mientras mi nombre es Fausto.    

Algún judas dijo que trabajé hasta el sexto día y el séptimo descansé. Lo que obvia ese sucio patán es que estuve machacándome -para dejarlo todo bien bonito- hasta el día sexto del mes cuarenta y ocho de trabajo continuo, día y noche. Creo que entiendo un poco el enfado de mi mujer. No creáis que todo fue plantar florecitas, o tan gracioso y sencillo como arrancarle la costilla a Adán -cómo lloraba el pobre hombre- para crear a Eva. Tuve que cargar dos cerdos a horcajadas por todo el Sahara, mientras me mordían y excretaban, ¡menudo olor! Por no hablar de lo milimétrico que tuve que ser, colocando la Tierra a una distancia idónea del Sol, para que no os quemaseis. Muchas pruebas llevé a cabo y en más de una terminé achicharrando mis sensibles glúteos.

Últimamente estoy triste porque ahora preferís el infierno, cuando yo os lo he dado todo. Desagradecidos. Soy vuestro esclavo eterno, he consentido que mataseis a mi hijo y pienso que estoy perdiendo a mi mujer por vuestra culpa, sospecho que me engaña. Aun así os perdono, siempre lo hago. Pero elegís el infierno y sus pecados.


Ya no sé qué hacer. Tal vez la idea de jubilarme sea lo adecuado, dejar de viajar tanto y volver a escribir como cuando era pequeño y se me ocurrió crear el mundo. 



Por Edgar Kerouac.

Canto a una cama

¡Oh cama, cuántos momentos juntos!
       Te ofrecí mi primer diente,
      y lo vendiste al mejor postor,
                            un tal Pérez.
         ¡Oh, mi estrecho lecho!
                Me viste perder la virginidad,
  cometer mi primera infidelidad.
       Tan incómoda y arrugada,
tan dócil y apagada.
    ¡Oh cama! Si lo pienso bien
      dejas mucho que desear.
        No me consolaste cuando murió mamá,
      tampoco cuando mi cara abofeteaba papá.
                     Tantas noches te lloré,
    tú siempre tan sorda y muda
   como si le hablase a la pared.
           A primera vista acolchada y suave,
          mas cuán dura eres con tus sábanas
   a medio poner,
   sin abrazos, ni besos de mejilla
       en las pesadillas abandonado me quedé.
   ¡Oh cama! Nunca te he conocido
            y ya te pongo verde.
          Ojalá estuvieras aquí,
      conmigo,
       bajo el solitario puente.
            Tengo frío, ¿por qué no existes?

    Quiero verte.







Por Edgar Kerouac.

Otoño, ¿dónde están tus flores?


Reunidos los jinetes, no en cuerpo, sí en mente. Joaquín espira una pregunta que no podía seguir apresando en su coraza de cristal, “¿Qué preferís, ver  crecer las flores en primavera, o verlas caer en otoño?”.
La pregunta me la trajo en volandas el viento, igual de rápido que a un running back un pase de Kaepernick, y no miento si digo que se paralizó el tiempo. Algún lustro debió pasar, mas el reloj, anudado con cinta aislante a mi muñeca, me llevaba la contraria. Según él, sólo habían transcurrido unos míseros diez segundos.
El alma del alma de mi corazón zarandeó, abofeteó y mandó callar a esa masa viscosa de kilo y medio y falto de sentimientos, que algunos se empeñan en llamar cerebro. Silenciado el cerebro respondí, “quiero las flores que crecen en otoño”.
Al cuerno las rosas, los tulipanes, las indecisas margaritas, con sus ahora te quiero, ahora no te quiero. Al infierno con los girasoles, siempre riéndose de mí, girando el sol y colocándolo bocabajo. Adiós caléndulas, claveles, gardenias, narcisos y lirios. Adiós a todas, hasta nunca.
No hay emoción equiparable a ver nacer flores en otoño. Crecen solitarias y perfectas, como las barbas de los mendigos, obras maestras que no requieren un barbero que les poden y cuiden. Las flores que crecen en el cemento o en las tumbas de los muertos. Las que se retuercen de frío a tallo descubierto y lloran savia, pero no de alegría. Esas que nunca llegarán a unas manos cálidas en forma de ramo. Aquellas que serán pisoteadas por niños sin sueños con zapatos repletos de barro. Flores poeta que nunca podrán escribir porque no tienen manos. Las que crecen en la sombra y sólo la luna las alumbra con su brillo omnipresente. Hermanas feas de aquellas que se pavonean en primavera, y luego tienen que aguantar verlas suicidarse en otoño, cayendo y muriendo sin gracia, sin afrontar el tango de la muerte con el crudo otoño. Quiero las flores del mal tanto o más que Baudelaire. Quiero que crezcan las flores de otoño otra vez.
¡A la mierda! Todas esas débiles que viven del halago constante. Las flores de primavera son como los ricos, siempre quieren más. En lugar de dinero quieren mimo, cada día un mejor cuidado, una mayor cantidad de piropos. Más sol, más agua, una parcela de tierra más grande y esponjosa, más y más y más. Quieren que nos arrodillemos ante ellas y les besemos las raíces, un Cosmopolitan agitado, no removido. Que les pintemos las pestañas de sus pétalos, que les masturbemos, incluso necesitan este etcétera que acabo de escribir.
Las flores de primavera no conocen la soledad, y no me refiero a la edad del sol, sino a la capacidad de no requerir compañía para existir. Las de otoño saben arreglárselas sin nosotros, saben que si de ellas mismas no se valen, serán como si no existieran. Algún día gobernarán el mundo desde el silencio, sin necesitar gobernarlo. Ese día estaré allí, viéndolas brotar unas a otras en mutismo absoluto.
Brindo por las flores de otoño, por saber respetar y amar su tristeza. Por disfrutar las cosas difíciles. Por adaptarse en contra de lo establecido en la comunidad de las flores. Por ser fuertes sin hacer alarde de ello. Brindo por ellas, por ser espejo de almas errantes y heridas.
Ahora que la cinta aislante comienza a despegarse de mi endeble muñeca, arrancándome el bello y haciéndome gritar cual recién nacido tras el cachete de la matrona, me vuelvo a percatar que en el reloj sólo han pasado treinta segundos. O el tic tac está dormido o yo tengo demasiada prisa. La primavera aún no se ha ido. Escucho las flores y sus risas.




¡Me odian las flores de primavera! porque a mí no me conquistan. Yo también las odio, porque en el fondo no puedo odiarlas.   





Por Edgar Kerouac. Mención especial a Kino, mi amigo, mi jinete. Gracias por inspirarme con tus preguntas.

     

Nevermore


Me despertó el goteo de una cañería mojándome los calzones. Todos mis grandes relatos echados a perder, empapados de agua sucia. Mis palabras reducidas a tinta corrida e ilegible. Asesiné las legañas de mis ojos, no sin dolor. Con el ojo medio abierto, vi una pluma negra sobresalir de la solapa de la americana color marfil. Me acerqué hacia la pluma sin recuerdo alguno del día anterior. Con cuidado y boquiabierto, con dedo índice y pulgar -como si de un forense en la escena de un crimen se tratara- la cogí y empecé a analizarla con mi ojo bueno, el izquierdo. Negra azabache, como la oscuridad de un subterráneo sin puertas ni ventanas. Tan bella como maldita, así era la pluma que aguantaba en la mano.

Hipnotizado por aquella misteriosa pluma, paseé dando círculos imaginarios por mi pequeño, descuidado y solitario apartamento, intentando encontrar en los cajones y armarios la memoria perdida.

Continué caminando hasta que pasé rozando un espejo que tengo, no de esos diminutos, sino uno en el que puedes ver tus miserias de pies a cabeza. Al pasar, de reojo dilucidé una figura extraña reflejada en el espejo. Me invadió un escalofrío que me hizo sudar miedo. No tenía valor para enfrentarme al espejo, entonces una fuerza sobrehumana surgió de la pluma -que seguía sujetando entre mis dedos- y me colocó frente al espejo.

Mis ojos permanecieron cerrados, ¡estaba cagado de miedo! La pluma comenzó a desprender calor e irremediablemente las persianas de mis ojos se abrieron. En aquel espejo no me reflejaba yo, frente a mí Edgar Allan Poe.


Cayó de mi mano, se transformó en un majestuoso y terrorífico cuervo que comenzó a picotearme las costillas de mi lado izquierdo del cuerpo. Un “nevermore” ensangrentado quedó tatuado en mí. Nunca más he vuelto a ser el mismo. Nunca más he vuelto a escribir.




Por Edgar Kerouac.