Atender a todas las
peticiones, demasiadas. ¿Omnipresencia? Un vulgar mito. Mi mujer está furiosa
conmigo, siempre llego tarde a comer y cenar. Nunca duermo en casa. Apenas me
dejo ver unos minutos de vez en cuando, un saludo rápido y vuelta a la faena.
Mucho trabajo, escasa remuneración y -encima- no consigo hacer feliz a la
gente.
En boca de todos en lo
malo. En lo bueno, como si no existiese. Muere gente por mí, hay guerras, las
hubo y habrá en las que se enfrentan personas en contra de mí y otras que me
defienden a ultranza, fieles capaces de morir en mi nombre. No se dan cuenta
que a la mayoría de ellos no los conozco y -perdonad mi franqueza- ni siquiera
me importan.
Hacéis caricaturas de
mí, en iglesias, libros y panfletos. Siempre con una barba larga y fea, cuando
de sobra sabéis que soy de escueto y refinado bigote. Me vestís con harapos,
cuando nunca he dejado de llevar traje. Yahvé, me apodáis, mientras mi nombre
es Fausto.    
Algún judas dijo que
trabajé hasta el sexto día y el séptimo descansé. Lo que obvia ese sucio patán
es que estuve machacándome -para dejarlo todo bien bonito- hasta el día sexto
del mes cuarenta y ocho de trabajo continuo, día y noche. Creo que entiendo un
poco el enfado de mi mujer. No creáis que todo fue plantar florecitas, o tan
gracioso y sencillo como arrancarle la costilla a Adán -cómo lloraba el pobre
hombre- para crear a Eva. Tuve que cargar dos cerdos a horcajadas por todo el
Sahara, mientras me mordían y excretaban, ¡menudo olor! Por no hablar de lo
milimétrico que tuve que ser, colocando la Tierra a una distancia idónea del
Sol, para que no os quemaseis. Muchas pruebas llevé a cabo y en más de una
terminé achicharrando mis sensibles glúteos. 
Últimamente estoy triste
porque ahora preferís el infierno, cuando yo os lo he dado todo.
Desagradecidos. Soy vuestro esclavo eterno, he consentido que mataseis a mi hijo
y pienso que estoy perdiendo a mi mujer por vuestra culpa, sospecho que me
engaña. Aun así os perdono, siempre lo hago. Pero elegís el infierno y sus
pecados. 
Ya no sé qué hacer. Tal
vez la idea de jubilarme sea lo adecuado, dejar de viajar tanto y volver a
escribir como cuando era pequeño y se me ocurrió crear el mundo. 
Por Edgar Kerouac.
