Aquella
niña no entendía nada de la vida. Ella, con su prepotencia como
escudo, intentaba destrozar a todo aquel que se interpusiera en su
camino, nadie podía debatir su opinión. Su juventud le
proporcionaba una garra sin igual, pero su corazón no podía aguantar
mucho tiempo aquella falacia en la que vivía. Sus ojos, propios de
los escandinavos, no podían soportar unas lágrimas que pesaban
toneladas, de tantas veces que las había retenido, de tantas
batallas, no importaba si perdidas o ganadas, no dejaban de ser
dolorosas batallas. 
Un día
se dio de bruces contra su espejo, y vio aquello que no quería ver.
Se derrumbó como la niña que era, una niña que había querido ser
adulta antes de tiempo, sin saber que los adultos son niños con
barba y tetas. Lloró y lloró hasta deshacerse del disfraz que
tantos disgustos le había dado. 
Comenzó
a despreocuparse por las cosas, a no dar importancia a las minucias
que nos rodean. Rompió con todos los prejuicios establecidos por una
podrida sociedad, amó a cada ser humano sin importar su pasado, su
presente o, mucho menos, su futuro. Se enamoró del arte, no sólo de
la pintura o de la escultura, sino del arte olvidado que hay en cada
rincón del planeta, un arte que no necesita ser visto, que no
reclama la atención de nadie, únicamente necesita estar ahí,
llenando de energía a la avispada mente que logra encontrarlo.
Aunque
Nerea  se sentía algo mejor, incluso a veces le dolía la mandíbula
de tanto reír, algo no funcionaba bien. Ella había cambiado, era
más abierta, no creaba murallas a su alrededor que le protegieran de
nada, se mantenía a corazón descubierto. Se dio cuenta que la gente
sí crea fronteras, son invisibles pero prácticamente impenetrables.
La gente por la calle con sus fronteras bien decoradas, perfectamente
personalizadas, que les impiden ver tras ellas. No ven al mendigo,
con su harapienta ropa y famélico cuerpo, pidiéndoles algo de
limosna. Estas personas miran en su dirección, miran al mendigo,
pero no lo ven, pues entre mirar y ver hay un sendero tremendamete largo. Esta gente mira y actúa
con los mendigos igual que con las mierdas de los perros, los
esquivan para evitar pisarlos y siguen su camino sin mirar atrás. 
Millones
de personas en sus propias burbujas, con los ojos vendados, que temen
mostrar que son especiales. Se conforman con ser como los demás,
quieren ser normales. Nerea odiaba a las personas normales. Ella
había vivido muchos años en el edificio de la normalidad, en la
puerta de la infelicidad, y sabía, mejor que nadie, que si pretendes
ser normal estás abocado a ser otra persona, no tú mismo, ni
siquiera lo que te gustaría ser, destinado a derramar lágrimas a
escondidas. 
Nerea
estaba furiosa con el mundo, porque la gente se contenta con muy
poco, se limitan a rehuir de todo aquello que les puede causar
dolor, huyen de las personas, no quieren darles amor. Todo el mundo
sabe que amar duele, pero no amar mata, y el mundo se está
consumiendo por los cobardes que lo cohabitan...y, lo que es aún
peor, exterminando a los pocos valientes que se enfrentan a la vida a
pecho descubierto. 
Nerea
se había desnudado en alma, y, excepto por algunos buenos momentos,
seguía saboreando en sus labios la miel del dolor, pero sabía que
ese era el único camino de alcanzar una felicidad que nos venden tan
barata que parece realmente sencillo mantenerla en el tiempo, pero
que, cuándo te quieres dar cuenta, los impuestos que debes pagar por
seguir disfrutando de ella te conducen a pensamientos nauseabundos. 
Uno de
los mensajes del diario de Nerea decía:
                                     Merece
la pena sufrir con el corazón en la mano,
                                     enseñándole
al mundo que no me voy a rendir,
                                     por
muchas putadas que me haga,
                                       no
dejaré de mostrar las bonitas rarezas de mi alma.
                                       Quiero
amar sin fronteras, 
                                       sin
las limitaciones establecidas,
                                       mi
amor no se puede encarcelar,
                                     debe
flotar libre, como las ideas de Dalí.
Por discípulo de Maestro Sho-Hai... 
 
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