martes, 30 de octubre de 2012

Murallas

Aquella niña no entendía nada de la vida. Ella, con su prepotencia como escudo, intentaba destrozar a todo aquel que se interpusiera en su camino, nadie podía debatir su opinión. Su juventud le proporcionaba una garra sin igual, pero su corazón no podía aguantar mucho tiempo aquella falacia en la que vivía. Sus ojos, propios de los escandinavos, no podían soportar unas lágrimas que pesaban toneladas, de tantas veces que las había retenido, de tantas batallas, no importaba si perdidas o ganadas, no dejaban de ser dolorosas batallas.

Un día se dio de bruces contra su espejo, y vio aquello que no quería ver. Se derrumbó como la niña que era, una niña que había querido ser adulta antes de tiempo, sin saber que los adultos son niños con barba y tetas. Lloró y lloró hasta deshacerse del disfraz que tantos disgustos le había dado.

Comenzó a despreocuparse por las cosas, a no dar importancia a las minucias que nos rodean. Rompió con todos los prejuicios establecidos por una podrida sociedad, amó a cada ser humano sin importar su pasado, su presente o, mucho menos, su futuro. Se enamoró del arte, no sólo de la pintura o de la escultura, sino del arte olvidado que hay en cada rincón del planeta, un arte que no necesita ser visto, que no reclama la atención de nadie, únicamente necesita estar ahí, llenando de energía a la avispada mente que logra encontrarlo.

Aunque Nerea se sentía algo mejor, incluso a veces le dolía la mandíbula de tanto reír, algo no funcionaba bien. Ella había cambiado, era más abierta, no creaba murallas a su alrededor que le protegieran de nada, se mantenía a corazón descubierto. Se dio cuenta que la gente sí crea fronteras, son invisibles pero prácticamente impenetrables. La gente por la calle con sus fronteras bien decoradas, perfectamente personalizadas, que les impiden ver tras ellas. No ven al mendigo, con su harapienta ropa y famélico cuerpo, pidiéndoles algo de limosna. Estas personas miran en su dirección, miran al mendigo, pero no lo ven, pues entre mirar y ver hay un sendero tremendamete largo. Esta gente mira y actúa con los mendigos igual que con las mierdas de los perros, los esquivan para evitar pisarlos y siguen su camino sin mirar atrás.

Millones de personas en sus propias burbujas, con los ojos vendados, que temen mostrar que son especiales. Se conforman con ser como los demás, quieren ser normales. Nerea odiaba a las personas normales. Ella había vivido muchos años en el edificio de la normalidad, en la puerta de la infelicidad, y sabía, mejor que nadie, que si pretendes ser normal estás abocado a ser otra persona, no tú mismo, ni siquiera lo que te gustaría ser, destinado a derramar lágrimas a escondidas.

Nerea estaba furiosa con el mundo, porque la gente se contenta con muy poco, se limitan a rehuir de todo aquello que les puede causar dolor, huyen de las personas, no quieren darles amor. Todo el mundo sabe que amar duele, pero no amar mata, y el mundo se está consumiendo por los cobardes que lo cohabitan...y, lo que es aún peor, exterminando a los pocos valientes que se enfrentan a la vida a pecho descubierto.

Nerea se había desnudado en alma, y, excepto por algunos buenos momentos, seguía saboreando en sus labios la miel del dolor, pero sabía que ese era el único camino de alcanzar una felicidad que nos venden tan barata que parece realmente sencillo mantenerla en el tiempo, pero que, cuándo te quieres dar cuenta, los impuestos que debes pagar por seguir disfrutando de ella te conducen a pensamientos nauseabundos.

Uno de los mensajes del diario de Nerea decía:

                                     Merece la pena sufrir con el corazón en la mano,
                                     enseñándole al mundo que no me voy a rendir,
                                     por muchas putadas que me haga,
                                     no dejaré de mostrar las bonitas rarezas de mi alma.
                                     Quiero amar sin fronteras,
                                     sin las limitaciones establecidas,
                                     mi amor no se puede encarcelar,
                                     debe flotar libre, como las ideas de Dalí.

Por discípulo de Maestro Sho-Hai...

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