miércoles, 20 de mayo de 2015

La mujer ganzúa.

Me abrazó por la espalda. Sentí su pecho y me giré. Acurrucó su cabeza en mí, mientras yo disimulaba mis lágrimas en su pelo. Lloré sin voz, como lloran los que están enamorados, como lloran los poetas. 
                                                                                                     En silencio. 

Un silencio que quemaba, mientras nuestras respiraciones se tornaban una. 
-Que me llevasen ahora al infierno, con este recuero soportaría cualquier quemadura, cualquier golpe-. 
                                                                                                     Excepto el tuyo. 

Nos separamos lentamente sabiendo que era la última vez que nos acariciábamos. Las sombras lo envolvían todo, hasta mi pecho. Sentí como algo se paraba dentro de mí, sentí un tic pero el tac no llegaba. Me había quedado parado, y tú ya no estabas para darme cuerda una vez más. Así que cogí polvo encerrado en el cajón de mis sentimientos, y nadie pudo abrirlo porque la llave estaba dentro. Nadie sabía que estaba esperando a la mujer ganzúa, a la que le gustan los retos y ninguna cerradura se le resiste. 

Así que me mantuve ahí dentro, en silencio. Esperando. 



                                                                                                                          Esperándote.





Por Carlos Pelerowski..

sábado, 16 de mayo de 2015

Bilis.

Retando a la locura en un universo que siento que no es mío. La ciudad me golpea, es demasiado fuerte para mí. Sus edificios oprimen mi pecho, y su aire viciado penetra en mis pulmones.  El laberinto de calles me impide llegar a lo que busco, que no es más que una posible vida normal. Alguien que me abrace por las noches, que después de una borrachera me aguante la cabeza y si hace falta, me meta los dedos. Que luego se los meta yo en otra parte.

Cobardía asomada al balcón de mis ojos, desde los que proyecto una imagen que no es la que soy en realidad. Me hago el tonto y el duro, pero no soy bambú. No soporto el viento de tu indiferencia, no soy capaz de amoldarme. No soporto que otros osos me coman y me humillen, aunque cuando ocurre me mantengo callado como una puta. Putas de montera venidas de países lejanos que buscan llenar el corazón de viejos y borrachos, obligadas por sus chulos a follar día y noche en antros de mala muerte, mientras yo observo todo desde mi posición de autocompasión y derrotismo. Sus miradas son tristes, aunque la mía en el fondo está podrida. (Intento que no se dé nadie cuenta, y creo que de momento lo consigo).


Aullidos en la noche, solitarios como el lobo que se ha perdido en el bosque y no encuentra su manada. Yo quiero chillar contigo, hacer chirriar mi cama y convertirnos en un ente que se separe del colchón a medida que llega a correrse. Al final me masturbo, y una vez que he acabado ya no quiero buscarte, al menos durante un rato. Es mi metadona, pero el mono que me produces empieza a ser insoportable. Lloro en silencio con lágrimas que no aparecen en mis pupilas, las tengo escondidas en el bolsillo para que nadie las vea. Vomito palabras porque no me queda bilis, la eché hace tiempo en momentos de odio visceral. Ahora solo tecleo a las 5:10 de un sábado triste, que como un sauce sus hojas van hacia abajo, y hasta aquí llegó el día, y así se lo he contado. Cabrón.



Por Carlos Pelerowski...

miércoles, 13 de mayo de 2015

Un par de hienas


Las hienas dejaron de sonreír socarronamente. Las noto serias, quizá no sea el adjetivo correcto, más bien decepcionadas. Todas las hienas en mis ojos, su decepción en mis hombros -y también en los tuyos amigo-. Piden más de mí y de ti, nosotros les ofrecemos un esfuerzo relativo, menos del que podemos y mucho menos del que deberíamos. Las palabras pueden ser escritas, ese es uno de los pasos, pero jamás serán difundidas si las guardamos entre pecho y espalda, y créeme cuando te digo que si no las estamos escondiendo entre pecho y espalda, las tenemos en la jaula del zoológico, sin libertad y sólo visibles a los visitantes del zoo. Limitamos nuestras hienas, eso les ofende y a ti y a mí nos duele. Tenemos la magnífica estrategia de idear sin ejecutar, somos de pensar y hablar mucho y luego no hacer nada -somos la vieja guardia-. El tiempo sigue su curso sin esperarnos, nuestros lapices se van modificando al ritmo de nuestros pasos. Pasos demasiados cortos, aunque pasos al fin y al cabo, eso a las hienas les encanta, pero no les gusta que nunca se dirijan a la meta -expertos en el camino hacia ninguna parte-. Está bien y es respetable resguardar a las hienas de la multitud, pero al final moriremos junto a ellas habiéndolas disfrutado únicamente nosotros. Si la función primordial de una célula antes de duplicarse es compartir lo aprendido, quiénes somos nosotros para no hacerlo. Tal vez nuestro caminar sea seguro pero nuestra mente esté tambaleante, dubitativo sobre el acogimiento que pudieran tener las hienas. Nuestras almas parecen vigorosas pero amigo, tú y yo sabemos que de fracasos vamos servidos. Puede que nuestros inconscientes estén jugando sus fichas del modo más razonable posible, intentando dejar bailar el tiempo, que se agoten las paradas del tren y nuestras hienas mueran desgastadas y desnutridas. Mas aun sabiéndolo, no hacemos nada. Por otra parte, queda gritarnos uno al otro, reunir nuestras hienas y concentrarnos en un corrillo democrático -sin tarjetas negras, sin votos trucados- con la sinceridad del cara a cara, la pluma y las ganas que nos faltaron, que nos faltan y que nos faltarán. Quizá sea hora de demostrar que una hiena es capaz de quitarle la presa a un tigre, quizá sea hora de mostrar palabras que merecen ser escuchadas. La oscuridad nos gusta, siempre nos resguardamos donde la luz no puede sorprendernos, y somos tan cobardes que sólo salimos por la noche, cuando nadie tiene sombra. Demasiado fácil para una hiena.    



Por Edgar Kerouac.

Luz de puta

Subo una escalera de ortigas y veo musculoso mármol daviniano amasando a Miguel Ángel. Éste lloriquea y se mea los pantalones que no lleva. Le azoto las nalgas con la compasión que no tengo hacia mí mismo. El gran Miguel Ángel no deja de llorar y gritar en arameo con voz afeminada. No me caben más voces en la cabeza, me sale humo por el culo como si fuese un tren a vapor. Me cruzo con un elefante de Dalí y, sin motivo, a traición y peor que un verdadero cobarde, le destrozo sus finas patas con el primer piano de Beethoven. Me pesan los años, el viento y las promesas por cumplir. En mi realidad, Van Gogh no se cortó una oreja, se cortó las dos. Caí en un cuadro de Rob Gonsalves y recuperé la infancia, para volverla a perder. El cielo es absurdo, el mar un espejo, los muros son enjambres de cedros creados para ser destruidos por diestro y siniestro. Las segundas oportunidades son mentira. Nadie nace para ser perdedor, pero todos lo somos alguna vez -o siempre-. Algún día lloverán cactus y espinas de pescado, estaré esperando bajo un ventilador, con la mente cansada, el corazón descalzo y las manos gastadas en forma de acordeón. Pido poco para evitar disgustos y aún así me los llevo. En llamas con la guitarra de Hendrix, me quedo en pavesa que no llega a ceniza. Más de vórtices que vértices, a veces apéndice, ápice, la mayoría óbice. Un manto de estrellas a modo de sombrero infinito, estrellas muertas que nunca nacieron pero siguen siendo luz, las miro con cara de imbécil y las insulto por ser tan perfectas, por ser sin ser, por ser tan grandes y parecer tan pequeñas, por hipnotizarme cuando estoy alerta. Einstein odiaba la relatividad por eso la inventó. Yo me odio por guardar cautivo piezas de mi alma que aun no conozco. Mas conozco a los locos porque también lo soy, no por ser psicólogo. Fui a componer una canción como lo haría Ryan Leslie, pero no soy él, sólo soy yo, luego la canción murió antes de nacer. No me gustan los dátiles, los pantalones campana, los curas, las armas, las guerras ni Coelho. Me gustan los péndulos, la niebla, los cuadros que no entiendo, las poesías que se hacen de rogar y las frases que salen crudas sin pensar. Tengo una lámpara en forma de corazón que emite una luz de puticlub barato, sucio y repleto de venéreas, bajo esa luz escribo déspotamente, creyéndome un buen escritor -no uno increíble porque no soy tan buen soñador-. La lumbre inspiradora de Ludovico me vacía, remueve mis miserias a centrifugaciones alternas, para -tras su última nota- salir limpio, en las mejores ocasiones con un relato que al menos consiga no aburrir. El televisor queda a mi izquierda, normalmente lo tengo encendido pero en mudo, como para mostrarle mi superioridad, le miro de reojo con desprecio, haciéndole saber que sólo hablará cuando yo lo quiera, es una de las pocas batallas que consigo ganar en mi vida. Encima del televisor observo mil ojos que salen de mis libros, Fante, Burroughs, Cassady, Boccaccio, Baudelaire...pero siempre es el mismo, siempre es Bukowski el que me dice 'déjalo ya, te falta madera, un corazón más roto y un hígado dañado', entre triste y alegre cierro el cuaderno para abrirlo más tarde a escondidas, cuando no hay estrellas, luces de puta, televisores sin vida, ni días a mi medida.



Por Edgar Kerouac.

Nepal


Viento en los cristales
-Buda-
cantos guturales.

El mundo derrumba Nepal
la humanidad la abraza.
El Ganges quiere llorar,
en lugar de ello
sangra.

Sólo importa repatriar
el resto de seres igual da.
Quiero lo mío
porque es mío,
lo que no es mío
vivo o muerto
me da igual.

No entienden que una muerte
en Nepal
es una estrella menos
en cualquier lugar.

La lluvia cae de lado,
lágrimas tristes
de nácar,
no importa estar escondido
los fantasmas pueden traspasar.

El fin del mundo ya pasó
de la esperanza queda
la desolación.
Vivo al día porque sé quién soy
y que hay un terremoto
tras cada acción.




Por Edgar Kerouac.




Anécdotas



'¿Quién inventaría el diseño de las facturas?, porque mira que son feas, las mires por donde las mires son horribles'. En estos comentarios se perdió mi mente, jamás había pensado en ello, y le di toda la razón al hombre, el resto del mundo también debería estar obligado a dársela. Al recuperar la conciencia me vi afuera, observando un guante de plástico aplastado por toda clase de vehículos decenas de veces. Mojado e inmóvil el guante mantenía dos dedos hacia arriba, formando una “V”, en señal de paz. Seguí mirando aquel guante algunos segundos más, después lo recogí y lo tiré a la basura.

El olor a polvo y sudor me indicó de su presencia antes de que mis ojos lo vieran. Luego llegó el cuerpo -por llamarlo de alguna manera-, 150 centímetros de hueso y pellejo sin vitaminas, energía y dignidad. El hombre llevaba una boina sucia y mendigaba un cigarrillo a todo aquel que pasase por su lado. Era un viejo normal, un tipo cualquiera con una fachada en ruinas, sin más metas que la de conseguir una lata fría de cerveza y un cigarrillo que le llenase el interior de algo, aunque fuese de muerte.

Cortina de estrellas y aparezco a un palmo del suelo, subiendo y bajando, haciendo flexiones mientras mi mente vuela y estalla allá donde nadie puede oírme, porque acumulo la ira y sólo las teclas y mi cuerpo asumen las consecuencias. Conversaciones nimias de ascensor, sobre temas tan impactantes como si llueve o hace sol o a la hora que pasó el hombre de la basura y su camión, así son las multitudes, son necias y sin sabor, son flores que sólo se mueven si el viento lo ordenó. La vida es ser súbdito de alguien, de tus padres, de tu mujer, de tu jefe, del presidente de la comunidad o de la nación, del dinero, de los problemas y terminamos olvidados y muertos sin saber quiénes somos, y quizás no sea importante saberlo y por eso dejamos de respirar sin conocer la respuesta. Tal vez la respuesta sea esa, y el objetivo de nuestra corta estancia es ser súbdito de alguien o algo, sin más preocupaciones que satisfacer las necesidades de ese amo para parecer que hemos completado las nuestras.

Y esos niños de cristal tras el cristal a medio abrir -parecen perros abandonados-, sus dos cabezas agolpadas en la puerta del coche, parecen asfixiados, pero lo único que necesitan es oler la gasolina, la madre les pregunta qué hacen, a lo que los niños -con caras de estúpida felicidad por encontrar su deseado elixir- responden, 'somos yonquis de la gasolina, es como una droga'. Otro niño rubio casi alvino, permanece sentado como si nadie pudiese verle, pero yo le observo mientras entre sus manos sujeta un libro de Caperucita Roja, aunque realmente no lee el libro, pues entre sus páginas  esconde una estampa de un santo, me extrañó que no fuese un tebeo o una revista porno. El niño acaricia y sujeta la estampa con el cuidado y el cariño que se acaricia a un recién nacido, parecía preocupado. Luego, estoy con la manguera de agua de cortesía, con actitud descortés interna y sonrisa falsa -pero de buen actor- por fuera. Les enchufo la manguera intentando romper el cristal y empaparles las caras a esos ricos desagradecidos o a los pobres insolentes o a los niños que piensan que están en un parque de atracciones o a los viejos sordos o los que se hacen los sordos, no tengo nada en contra de todos ellos, pero sigo con la manguera a toda presión, pidiendo al viento que me ayude a traspasar el vidrio de  los vehículos y que el jabón y el agua caliente bailen un vals en sus ropas y poder reírme y escribir sobre ello después. Quizás no sea buena persona, o tal vez estos pensamientos sean de lo más normales y todo el mundo lo piensa y, realmente, nadie quiere que pasen en realidad. En mi cabeza rondan pensamientos de lo más dispares, desde lo más sórdido a lo más imbécil, y mi pregunta es si soy todos esos pensamientos o, simplemente, soy los actos. No soy capaz de llevar a cabo todas las maldiciones y perdiciones de mi mente, pero eso no quita que deje de pensar en ellas, escapan a mi control como la mayoría de cosas.


Justo en este instante soy consciente que estoy escribiendo esto, y mis ganas de continuar se están diluyendo, pues he dejado de volar en mis recuerdos y el presente está en mis ojos y sólo veo el folio, la pluma que me regalaron mis jinetes y el reloj que no perdona, que me grita '¡a trabajar, ya es la hora!'. 



Por Edgar Kerouac.

Amazonas


Amazonas, el pulmón del mundo
extirpado por la codicia, el egoísmo,
la maldad, error absoluto.
El viento
-que vive exento
de hacerle caso al tiempo-
exhala cortinas de brisas
de lágrimas perdidas y heridas.
Las cloacas están llenas
y los cielos vacíos,
el marfil en las bañeras,
los elefantes jodidos,
las petroleras contentas,
los ríos destruidos,
mayonesa cortada
o es semen podrido,
el tipo más feliz
hoy está hundido,
jeringas usadas
para niños sin nido.
El metro no avanza,
las paradas se han ido,
el subterráneo está al alza
la esperanza ha caído.
Tuétano infestado
de amor descolorido,
nadie es más sabio
que un huérfano,
pues entiende el olvido.





Por Edgar Kerouac.