martes, 21 de junio de 2016

Hilo rojo.

«Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper».
Proverbio Asiático.


Destino.
No puedo.
No lo consigo.
No soy capaz
de explicarlo.
Camino.
Deshecho.
Nuevo.
Marcado.
Perdido.
Machado.
Lo dijo.
Se hace
Al andar.
Al caminar.
Al correr.
Al correrse.

Me obligo.
Me impongo.
Me fuerzo
A creer en ello.
Corazón
Aferrado.
Hombre
Llorando.
Hombre
Sintiendo.
Niño
Descubriendo.
Esperanza.
Fe.
Certidumbre.
Ilusión.
Tus ojos.
Quimera.
Utopía.
Tus ojos.
Tus lunares.
Tus pechos.
Tu coño.

Te has vuelto a ir.
Comida,
Paseo,
Metro,
Avión,
Despedida.
Dejavu.
Déjame.
Ir contigo.
Olerte.
Tocarte.
Lamerte.
Verte.
Oirte.
Escucharte.
Escucharme.
Tus gemidos.
Mis gemidos.
Tus caricias.
Tus susurros.
Tus ronquidos.

Te has vuelto a ir.
No conmigo.
No yo contigo.
No en la cama.
No en el baño.
No en la playa.
No en la calle.
No en tus sábanas.
No dentro.
No fuera.
No en mi boca.

Sóla.
Abrazo.
Beso.
Te giras.
No me giro.
Caminas.
Despacio.
Duele.
Lastima.
Lacera.
Hiere.
Dueles.
Sonríes.
Lloras.
Eterna tristeza
En tu sonrisa.
Eterna tristeza
En mi no sonrisa.
Ojos.
Húmedos.
Bolsillos.
Encharcados.
Tus bragas.
Secas.
No las empapo.
No las acaricio.
No las desgarro.
No las arranco.
Ya no.

Tú.
Yo.
Sin mí.
Sin ti.
Lejos.
Mucho.
Muchísimo.
Demasiado.
Excesivo.
Exagerado.
Antípodas.
Nueva Zelanda.
Cruz del Sur.
Estrellas distintas.
Constelaciones
Que no son tus pecas.
Algo brilla
Y no son tus ojos.
Pero sigo creyendo.

Hilo rojo.
Atado.
Tenso.
Tirante.
Tieso.
Pero no se rompe.
No se desgarra.
No se corta.
Se mantiene.
Vigoroso.
Recio.
Fuerte.
Para siempre.




Te quiero.


Carlos Peleteiro.

miércoles, 15 de junio de 2016

O derbi

Costa da Morte. 24 de Abril de 1989. Malvica VS Bergantiños. El campo, otrora de tierra lucía un pulcro césped. El viento del Nordés y el dinero que últimamente se estaba invirtiendo en él hizo el resto.

Ahí saltaron los dos equipos, jaleando la grada. Muchos desplazados de Bergantiños. Los viejos típicos del lugar. Jóvenes con coches tuneados en la puerta del estadio. Algún que otro cacique. Benemérita. Incluso el cura del pueblo había ido.

No se jugaban nada, con la liga casi acabada y ambos a mitad de tabla. Tan sólo la dignidad de saberse el mejor de los dos. Odio sempiterno entre ambos pueblos, compitiendo siempre. Ayer en el Mar por el percebe. Hoy en el campo por la gloria. Mañana en las playas por la coca.

El partido fue brusco, áspero. Como se esperaba. Varias tarjetas y un árbitro increpado. Tirando a casero por miedo a la multitud. El primer gol lo hizo Sito. Sito era el hijo de Don Alfredo, el nuevo capo del pueblo. Era habilidoso y chulesco, tanto fuera como dentro del campo. Se paseaba por el césped como quién lo hace en un BMW. Sobrado.

Pero no tardó en empatar Martiño. Martiño era un menudo jugador del Bergantiños. Centrocampista de los que ahora gustan, hacía jugar a todos. Siempre compartía el balón. En aquellos años empezó también a compartir la aguja con algunos de sus compadres. Llegó a tener una oferta por el Fabril unos años atrás, pero el perico le robaba tiempo de entreno. Era sin duda el mejor jugador de la categoría. El día que llegaba sobrio, y sin mono, era imparable.

Tan pequeño y sin embargo tan difícil de parar. Su cintura era como la goma elástica que se apretaba en el brazo. O carracho, (la garrapata) le llamaban.

Ese día estaba inspirado. Era una de aquellas mañanas de eternas nubes a orillas del Atlántico. Y él aparecía siempre, en todas partes. Como un príncipe de la niebla. Caño, pared, pase al hueco. En Galicia dicen que las meigas haberlas hailas, y eso parecía más propio de un conxuro. Algunos viejos del lugar todavía recuerdan aquel baile. Muñeira con el balón.

A falta de doce minutos para el final, Martiño recibió un pase de Brais, el fornido central marinero. Enfiló rápido, con la portería entre ceja y ceja. Fue dejando atrás a defensores como quien deja atrás la vida. Enfrente sólo el cancerbero. Y Martiño hizo magia. Amagó por la izquierda, salió por la derecha y cuando el guardameta se lanzó hacia allá, picó sutilmente la pelota. El balón acarició las redes. 1-2 en casa del eterno enemigo. Los desplazados se volvieron locos, y al final tuvo que intervenir la Guardia Civil. Martiño era un héroe.

Esa noche salieron los jugadores a celebrarlo. A eso de las 3 de la mañana, Martiño estaba sólo, lo habían dejado en el muelle. Apareció Sito con dos amigos.

-Toma Martiño, prueba esto. Es purísima. Por el partido de hoy.

Martiño, que ya estaba temblando, lo cogió enseguida y se lo metió. Pronto empezó a convulsionar, a sufrir espasmos. Aquel jaco estaba adulterado. Sito y los amigos empezaron a patearle. Como si fuese un balón. Una vez tras otra. En la cara, en las costillas, en el hígado.

A la mañana siguiente, sólo se hablaba del partido del día anterior. De Martiño. Mientras en el bar los marineros volvían a narrar su gol imposible, su cadáver seguía allí en el muelle. El suelo cubierto de una fina capa de sangre seca, que la llovizna trataba de limpiar. El cuerpo frío y reventado. Las venas picadas y los dientes partidos.


A su lado, había unas redes de pescador. Como las que a él le gustaba perforar con el balón.


Carlos Pelerowski

sábado, 4 de junio de 2016

Necio aquél que se ponga a escribir sin haber leído lo suficiente, y cual demente me retiro a leer a fuego el verso que domina mi soledad; mágica honestidad que contamina mi universo…

jueves, 24 de marzo de 2016

Rienda Suelta

Hazme feliz pregunta no realizada. ¡Contente en tus palabras, maldito indecente! ¡No estás solo! los ojos viajan en la omnipresencia de un dios virgen y fatuo, y aquí estoy preso en unas sandalias en invierno, con las raíces que me anclan a un firmamento por dibujar y a unas acciones que siempre parecen que vayan a ser, pero la realidad está fuera de lo que se pudiere imaginar. La presión de una intención imposible, la potestad que no se tuvo y aun así fue perdida. La ambición de un ser en infinitos seres. Las palabras que no tienen tiempo a comas porque incluso a ellas las devoran. La sociedad es un parásito inabarcable en mi organismo, puede que sea la razón por la que existe ectosimbiosis entre nosotros y no endosimbiosis. Estoy harto de alimentarme por trofalaxia, no les servía la transmisión boca a boca, que esta gente que cree tener el poder, nos humilla cambiando el boca-boca por el ano-boca. Sigo volando sentado en mi silla, con unas palabras que nadie lee y que sólo yo siento. Extraño se me hace el sentir, el notar el viento rasgarme la piel y secarme el alma; ser atacado por un beso y quedarme quieto para escuchar su música en mis labios. Y es que he sentido las notas en mi cuerpo y las he pintado en un baile elemental, desprovisto de ensayo y pensamiento; porque el sentir carente de razón es la vida en su estado puro, el impulso irrefrenable que destroza destinos y mares en calma, calma en el infierno donde todos iremos a parar, pues este mundo es la vida y lo muerto, el cielo, el principio y también el final; el círculo del pescado con boca de perro y cola de grulla que nunca termina pero tampoco logra empezar, pues se encuentra en el vacío que sólo Dioniso comprendió en su éxtasis efímero y eterno. He visto calles acallarme y me he rebelado en el silencio de los valientes desgraciados que carecían de desdén pero no de gracia. En la honestidad del mentiroso y la turba enaltecida de un ser sin género, ni sexo, ni gustos, ni estimulaciones, ni palabras, ¡hallé la prosopagnosia!. Caete en lodo anacrónico y véjate en insultos espúreos y amorfos. Jodidos ateos que mutan en fervientes católicos practicantes en sus ínfimas centésimas finales, con llantos en decibelios ensordecedores, reclamando un cielo en sus pies o una reencarnación en un retoño de familia pudiente. Esta mente crea bocetos en línea recta, que ella misma se encarga en descomponer en laberintos sin salida, donde comprendo que el único sendero de la muerte es la cruel vida, así como la vida no deja de estar compuesta de muerte. He tirado tantas veces la toalla, que últimamente no la recojo del suelo, sino que me tumbo a su lado e imagino lo que voy a hacer que pase y que no estaba predestinado a pasar. Quiero propagar gérmenes indómitos compuestos de utopía y fotografías de René Maltête, que decía sobre el humor que es 'ese espermatozoide frío en el orgasmo de la costumbre...ese golpe bajo a los tabúes, reglamentos y códigos confortables'. Tras la ventana de centeno y polillas ruidosas -en su justa medida-, hay una árbol de papel maché atestado por un coro góspel de urracas mudas, bajo sus ramas, ratas ralladas como cebras, yacen aplastadas en el paso de cebra, y la gente discurre sobre ellas sin minutos de silencio. La paz está en nosotros, pero sentimos nuestro interior como el lugar más lejano el cual poder visitar. Está ignominia que ofrezco al mundo, es todo el arte que puedo aportar, soy el ser que nunca esperé ser, haciendo lo que jamás imaginaría, en un contexto predecible, que ya me encargo de modificar a mí surrealista imagen...a mi indescriptible semejanza. Sólo espero destruir lo destruible para construir lo inconstruible, con la desesperanza que -a menudo- me susurra cuando estoy acostado en el jardín de mi cama envenenada.



Por Edgar Kerouac


Mi(e)rror

    


Háblame espejo mudo. Dime qué quieres y hazme libre de esta condena insoportable que pesa mil montañas invisibles. Sólo aspiro a tu susurro cansado. Arrodillado entre polvo de dudas y el ego de un filósofo nombrado por sí mismo, espero tu canto como el inventor un invento y el invento no inventado a su inventor. Necesito una confesión que me haga liviano el camino que estoy tomando, que más que duro es eterno y no tengo tiempo, sólo excusas y vagas creencias en mí. La confianza se gana, pero cómo se logra la confianza en uno mismo, dime espejo, dame una solución que siempre sea correcta, miénteme de ese modo y te creeré ciego como el mejor de los devotos, como si lo bueno y lo malo existiesen separados y no fuesen la misma cara de la misma moneda, caída desde el cielo en el azar de Murphy. Y me miro en ti para mirarme, y en esos ojos que resultan conocidos veo lo desconocido, un extraño preguntándome cuestiones oscuras y profundas sobre un diminuto ser, escondido en algún rincón de este cuerpo cóncavo y exento de virginidad. No he conocido mayor dolor que el autoconocimiento, una sucesión ininterrumpida de muertes para volver a la vida más fuerte y con ganas de volver a morir. Y es que el morir tiene un sabor amargo en su superfície y dulce y apetecible en su hondura, alcanzable para el valiente forastero poseedor de todo el tiempo que no tiene. Sigo frente a ti espejo, los dioses me dieron la capacidad de la espera en abundancia y fueron tan compasivos e irónicos conmigo que me dieron la dosis de impaciencia en la misma cantidad. Mordiéndome las uñas del alma espero, pero esperar es tan complicado, pues el tiempo informe es palpable y visible en la espera, todo se mueve lento esperándote a ti a que avances o retrocedas y resulta demasiado agobiante e incómodo, como mirar a los ojos fijamente a la persona que amas cuando aun no sabe que es amada y ni siquiera uno mismo lo sabe pero lo siente. El sentir antecede al saber, es un orden incorruptible e innegociable. Doy vueltas mentales sin mover un pie, mientras el espejo sigue mudo y la espera tortura estos nervios que aprendieron a explotar cuando no era el momento. Aprendí a comprender que los momentos no son cuando uno desea, pero si uno desea ser partícipe en esos momentos, debe abrir tanto los ojos como la luna cuando quiere estar llena, sólo de este modo, el mundo ignoto brinda la posibilidad de saborear el momento inadecuado en el tiempo justo. Perdí la cuenta de los instantes que quedaron tras de mí y nunca supe reconocer, por pensar que no era necesaria mi voluntad para que los momentos transcurrieran en la precisa adecuación del instante esperado, pues sin voluntad, el pájaro que sabe volar también cae al suelo y el pez que sabe nadar no avanza. Son mis manos, las culpables de alcanzar la infinidad de momentos que habitan el ambiente que mis ojos no son capaces de ver. Siempre he combatido y perdido frente al espejo, mi mejor enemigo se parece tanto a mí como yo a él, pero soy tan necio que pienso que puedo vencerle, y la victoria sólo es la peor de las derrotas, como las más dolorosa de las derrotas es la más gloriosa victoria. Mas aun sabiéndolo, sigo empeñado en la búsqueda del laureado triunfo, esperando a que ese reflejo impasible y fútil deje de observarme antes que yo a él. El masoquismo de este loco cerebro es consciente de tal imposibilidad, pero saber dista mucho de hacer lo que se sabe, pues como ser impulsivo y repleto de intestinos e instintos que soy, me encuentro dotado de una visceralidad que me aúpa por encima de todo racionamiento, en búsqueda de lo que a la ciencia lógica se le escapa. Y espero, espero, y espero sin saber esperar. Castigando a mi estómago sin comida, por alimentar a mi espíritu, en estas cuestiones que susurra una voz que jamás he visto y que pienso que soy yo sin saberlo a ciencia cierta. Espero como el monje que busca el nirvana, en el mayor silencio externo con los mayores estruendos internos. Al final, uno de los dos se rendirá, el espejo o yo, y tengo claro que seré yo, pero es tan necesario arriesgarse a errar, que ni siquiera la efímera y eterna felicidad me haría vender mi arriesgado alma.


Por Edgar Kerouac.

martes, 1 de marzo de 2016

Algunas estrellas sólo se ven si te miran a los ojos

El único lugar del centro de Madrid donde puedes ver las estrellas es el parque de Canal.

A veces buscamos constelaciones donde no podemos encontrarlas.

Como astrónomo aficionado he volado de estrella en estrella. Siempre lejanas.

Buscando estrellas a años luz de mí, tan separadas que cuando quiero llegar a ellas, a veces han muerto.

Han pasado eones desde que empecé con esta manía, o tal vez es cierto que el tiempo se dilata y se encoge a su antojo, y que cuando me aproximo a una estrella, el tiempo permanece casi impertérrito.

Si ha pasado tan rápido es porque nunca he logrado estar cerca de una de ellas demasiado tiempo.

Conozco estrellas de mil constelaciones, las he explorado una a una. Todas diferentes.

He estado incluso en algunas que no se pueden ver desde este hemisferio. La cruz del Sur llegó a ser mi estrella favorita.

Pero al final, he de volver a casa.

Y es entonces, cuando siento que se aproxima una. No es cierto, no es que se aproxime, es que siempre ha estado ahí. Es una estrella cercana, que cuando aparece ilumina mi salón, hace que las flores salgan a saludar y todo el mundo irradia una sonrisa inconscientemente.

(Aunque creo que ella no sabe que causa este efecto).

Es una estrella tan cercana, que uno ha de saber que si se acerca, se va a quemar. Lo he aprendido con el tiempo.

Ese día caluroso que me quemó la piel. Mirarla fijamente sin un cristal que converge su imagen. Son momentos extraños, dualidad indefinible.

Y sin embargo sucede que a veces, esa estrella te invita a que la acaricies. A que te acerques. Quiere abrazarte y que sientas ese calor que desprende.

Pero, y a pesar de haber viajado por todo el espacio-tiempo, el camino más corto a veces parece el más intrincado. Y me pierdo en un cinturón de asteroides que golpean mi cabeza, y no me doy cuenta que yo tengo el poder de esquivarlos. Desisto y no lucho, dejo que se abalancen sobre mí y, una vez dentro, ya no soy capaz de escapar.

Esta estrella seguirá dando calor, porque lo hace sin querer. Es su naturaleza. Y eso me reconforta, saber que no tendré frío.  Pero tal vez no pueda volver a acercarme tanto. Que no me deje, o que yo no me atreva, por miedo a quemarme.


Y ella, como las supernovas, elegirá cuando desea implosionar. 


Carlos Pelerowski.

lunes, 29 de febrero de 2016

La rebelión de mi glándula pituitaria



          Vi mi glándula pituitaria sentada en su silla turca, aunque más que una silla era un trono exageradamente exagerado, una sátira sobre la proporcionalidad estándar. Dicha silla-trono debió ser transportada por los hombros marmóleos del David de Miguel Ángel o, tal vez, por los enfermos bíceps gigantásticos, de Goliat. Una silla fruto del todopoderoso -mas no omnipresente- hueso esfenoides. Empezó a darme una larga charla en idioma hormonal, demasiado tiempo hace que estoy en guerra con ellas y he olvidado gran parte de su vocabulario, por no hablar de mi nefasta conjugación verbal, y es que tengo un grave problema con la temporalidad, pues el ayer, el mañana y el hoy son la misma cuerda, ¿para qué llamarlas de distintas maneras?

            Volviendo al tema que me turba, lo que con suma dificultad y, probablemente, no de modo muy acertado, logré comprender, es que había decidido ponerse en huelga. La muy honesta y profesional comentó que me envío una carta con dos semanas de antelación -como marcan los odiosos cánones- que seguro extravié, como toda esperanza, y la sombra que allá donde iba siempre me hacia de tapiz, quizá no perdí mi sombra, puede que eligiese otros pies a los que seguir.

            Mi cara se descompuso, no sólo por lo extraño que pueda parecer hablar con una glándula, que de por sí creo que en algún delito penal debí incurrir o, simplemente, porque mis alas residan en el manicomio, sino porque tenía -hasta ese momento- bien claro, que sólo los seres humanos son dueños del derecho a huelga -y ni siquiera todos-. En ese momento la silencié, sin perder la cortesía de la que normalmente carezco, la dejé hablar mientras mi mente estaba en otro lugar, es decir, la oía sin escuchar, nada nuevo que no suela hacer habitualmente. Empecé con mis rutinarios pensamientos en círculos concéntricos, que siempre acaban desembocando en círculos excéntricos y así es como olvido la mayoría de los puntos de partida. La conclusión sencilla a la que llegué fue que por qué no iban a poder declararse en huelga las hormonas. De este modo, volqué toda mi atención en sus palabras. Con un par de cabezadas a modo de asentimiento, estoy seguro que no se percató de mi viaje inmóvil, y si lo hizo, no pareció importarle.

            La siguiente decisión que tomé, tras escuchar pacientemente un idioma que apenas lograba entender, y que únicamente lograba balbucear cual niño falto de horas de logopeda, fue la de preguntarle a doña hipófisis sobre su motivo de huelga. Tras un suspiro, que por cierto me pareció infinito, del cual expulsó una ventisca que separó mi barba bizarra en dos -como Moisés las aguas del Mar Rojo- me explicó su motivo. Quería que fuese sabedor que gran parte de sus funciones, tienen como objetivo conseguir que mi organismo se encuentre en homeostasis, lo que ocurre es que soy un saboteador maestro y se me da a la perfección -y además sin ningún tipo de esfuerzo- desequilibrar todo mi posible equilibrio. No sólo puedo intentarlo de forma consciente e inconsciente, sino que mi inherente fisionomía lucha contra el equilibrio. Esta nariz que hace visible la invisible estrella de David, y estos pies que parecen esquíes de Mamut, sólo ayudan a la madre torpeza y a derrocar todo imperio homeostático.

            Vi mi frustración en sus ojos frustrados dirigiéndose hacia mí, traspasando carne, esfínter y espíritu, intentando intentar mirar a través de mí, como si fuese papel cebolla. Decía sentirse fracasada, que no podía hacer nada por mí. Opinaba, con la altanería de un rey a un mendigo, que mis pensamientos filosóficos no me hacían ningún bien. Argumentaba, con palabras elocuentes y con una voz en Fa exento de vibrato, que hurgar en la tristeza sólo traía tristeza. A lo que yo me opuse desde el silencio, ya que nadie me concedía turno de réplica. La glándula pituitaria continuaba con sus innumerables quejas, no sentía pena por mí, sólo decepción y un burnout que veía salir en cada una de sus palabras, pues eran fuego. No había lágrimas en los ojos que yo vislumbraba, pero habían huellas de sal, de unos ojos que llovieron largo tiempo y finalmente quedaron secos. Desde aquel trono -cada vez me parecía más y más grande- su tono de voz iba pasando de la normalidad del Fa a un Do menor diabólico. Me sentía un petirrojo en el desierto, perdido y confuso, sin la protección de los ficus canalejeros y sin el eco de lo que los demás creen que es canto, pero se equivocan, no es más que llanto. En aquellas palabras glandulíneas habían verdades que para mí eran mentira, mas no estoy seguro de que mis verdades, certezas sean, y mucho menos de si sus certezas lo son más que las mías. Con todo, sus frases no eran para nada descabelladas y unas buenas bases siempre hacen tambalear jóvenes cimientos. Sólo tengo la seguridad del placer que me produce fecundar mis verdades del modo que lo hago, este no es otro que ensayo-error, discusión, discusión y discusión.

            Continuó exponiendo sus tormentos. Desde la lejanía vi de modo borroso -por no llevar mis lentes-, como su pecho se henchía, era una especie de  gorila endocrina, inflándose como un globo de helio pero con la voz de un barítono dramático. Creo que la descripción más precisa que puedo ofrecer, es que su aspecto era el de Robert Hale de un modo afeminado, con pelos por todas partes, orificios nasales profundos como el del agujero azul cerca del arrecife Lighthouse y cerca de la costa de Belice, y un trasero que en lugar de ser de gorila era de mandril. Vuelvo a situarme en un círculo excéntrico y me resulta prácticamente imposible recuperar el tema prioritario, disculpe lector los rodeos copernicanos que dibuja mi mente. El caso es que, mientras su pecho aumentaba, su autoestima también lo hacía, pero de modo exponencial, así que la señorita hipófisis sobrepasó el punto de no retorno, y cuando se quiso dar cuenta, en lugar de exigirme algún tipo de medida de cambio, ultimátum o cualquier otra alternativa, cejó en su empeño de derecho a huelga y dimitió. Renunció al empleo de toda su vida. No reclamó finiquito, ni algún tipo de indemnización, sólo quería abandonarme, necesitaba olvidarme. Lo noté en sus ojos. Pocas cosas son más trágicas que ver en tus ojos el reflejo de los de otro ser al que amas, y sentirte incapaz de hacerle feliz.

            No he hecho nada en mi vida más honesto que lo que hice con aquella glándula. La dejé marchar sin peros, sin intentar retenerla, sin obligarla a escuchar mis excusas y perdones vanos.

            Me declaro huérfano de hipófisis. No sólo eso, han vetado mi entrada en los islotes de Langerhans, nadie quiere servirme daiquiris de insulina o shots de absenta con glucagón. Walter Cannon estará descojonándose en su tumba, sabiendo que es imposible que sobreviva mucho más tiempo sin homeostasis. Y como bien postuló Claude Bernard 'el equilibrio del medio interno es la condición para la vida libre', mi respuesta ante tal afirmación es, qué puede ocurrir ahora que esta maldita glándula se despoja de mí, enviándome al ingrato abismo de una cárcel dentro de otra cárcel, pues aun cuando contaba con la compañía de esa glándula desagradecida -probablemente el único desagradecido sea yo- mi libertad ya era un sueño.

            Sin embargo, las tonalidades de la oscuridad son incontables, y a mí me esperaba una opacidad mayor. Pues una vez dimitida, doña hipófisis hizo llegar a los integrantes del sistema nervioso el rumor de su algarabía. Millares de neuronas aferentes y eferentes la vieron tan feliz que ninguna dudó en preguntar a qué se debía tal estado. Era de esperar que lo contase, lo que no podía imaginar es que mutase la historia real en una fábula en la que yo era una mezcla de Caín y de la bruja malvada del Oeste de Oz. ¿Acaso lo que me pareció una fábula pudo ser la historia con mayor objetividad jamás contada?

            Un ejército se presentó ante mi desequilibrado ser, escuchó aquellos pasos incluso el mismísimo Lucifer, y tuvo miedo por mí, pues me considera un excelente huésped para dentro de no demasiadas vueltas de reloj. Me escupió una obesa neuroglía en la cara, iba a devolverle el mejor derechazo que me hubiese sido posible, pero fui cobarde ante su séquito furioso, y para qué mentir, antes de reaccionar, una microglía, que apareció de entre los gruesos brazos de la neuroglía, se abalanzó y abofeteó cruzándome la cara como le hubiese gustado hacer a Ramón y Cajal. Antes de limpiarme la mielina que discurría por mi nariz quevedesca, se acercó un galvanorreceptor y me incrustó un dedo en el ojo, transmitiendo una descarga eléctrica que hizo que viese el futuro durante un segundo, lo que reforzó mi pensamiento sobre que el futuro no es más que presente. Arrodillado, esperando sus palabras con el pavor del que cree que no tiene miedo, mientras soportaba las burlas de pequeñas células de Schwann y Müller.

            Todas dimitieron.

          Decían que era insensato, que me negaba a controlar impulsos de locura fugaces. Afirmaban que era más peligroso que una bomba atómica en las manos de un bebé con parkinson. No soportaban mi decisión indecisa o mis indecisiones decididas. Auguraban el peor de los finales para mi existencia y no querían estar presente en ella. Lo entendí y acepté. Se marcharon con el equilibrio perfecto que a partir de ese momento me faltaría a mí.

            Y aquí me hallo. Tengo frío y calor al mismo tiempo. A veces, me cago encima mientras estoy comiendo. La bipolaridad se ha apoderado de lo poco que me pertenecía, pasar de la fase maníaca a la depresiva tan rápido como inhalo y exhalo es algo que me agota. Estoy muerto en vida, sin la paz del muerto mas con el dolor de la vida. He perdido la armonía con el medio ambiente, intento subsistir tocando la armónica para que me medio oriente, quizá sea un método hiriente, invocar música para recordar lo que ya no se tiene. Ahora que me paro a pensar mientras corro hasta vomitar, tal vez hipófisis tuviera en su poder la verdad, y estos pensamientos homéricos sólo me conduzcan a la búsqueda de la paz, sabiendo que el ingenuo que la busca no la encuentra jamás.

            Se derrumba mi castillo de nohaypies. Sin embargo, comienzo -por decimotercera vez- mi último intento de montar una torre sólida, apilando partes de mi alma, una encima de otra. Observo que ninguna es igual a la anterior, que no concuerdan en tamaño, que estoy desproporcionado como el trono de la glándula pituitaria. Entonces olvido lo que voy a perder por mi falta homeostática, y empiezo a comprender que si nunca me ha gustado la perfección y he sido amante incauto de las imperfecciones, qué mejor solución podría existir que destruir todo aquello que me mantiene en equilibrio. 

            Así que voy caminando con pies de mármol sobre una cuerda raída y atada a ninguna parte, funambulista sonámbulo, que no teme caer pues, a veces, se llega antes. 






Por Edgar Kerouac.








Domingo de viento


           El viento sopla sin la intención de tumbar al árbol, éste no lo siente como una ofensa, baila a su ritmo, aunque puede que de dolor se retuerza. Caen sus hojas y el viento se las lleva, a otra parcela, donde quedan huérfanas de unas ramas que son como estrellas. El vals sigue su curso, no existe pausa o espera. El viento hace volar todo tipo de elementos, les proporciona alas, y sólo los humanos se quejan de este drama, tal vez envidiosos por no volar careciendo de alas. Danza una bolsa de plástico cualquiera, ejecutando cabriolas imposibles y que nadie se detiene a observar, excepto yo. La miro hipnotizado e intentando imitar, demasiado limitado, o me limito yo con dicho pensar. Este pensamiento algún día me va a matar, pues pensar que es posible la cara y la cruz, y sea cual fuere la elegida, ambas y ninguna es errar, me atormenta, esa es la verdad.       
            Entreactos, eso es mi pensamiento, un cierre de telón que permanece siempre abierto, mientras transcurre mi vida en este pequeño mundo, que nos parece tan inmenso. Tras la pausa de un autodebate existencial, el viento continúa fungiendo su armoniosa función. Palomas en el suelo, multitud de ellas acaban de aterrizar, demasiada brisa para trescientos gramos de ave que jamás soñó con ser rapaz, pues ama lo que es, sin envidiar a las demás. Tiendo al abrazo hacia la nada o a mí mismo, me pregunto al tiempo que esta ventisca me hace tambalear. El viento obligándome a quererme, como si no lo hiciese bien, debe ser porque a mí puedo engañarme, pero no a él. “Llorador” empedernido, mas jamás me habréis visto, soy todo un profesional, inside of me es como me enseñé a lagrimar. Sin embargo, el viento me sirve de excusa, para liberar las lágrimas que angustia -en este maltrecho corazón- fecundan. Continuar el ciclo de la vida, que no sólo es Hakuna matata sino, también, muere y deja morir. Eso llevo acabo dejando fluir las saladas gotas de miel, que el viento aleja de mi faz. Intento seguir su trayecto, que pienso jamás volverá a ser el mío, y van a parar a una niña que fantasea con su caballo de cartón, a su libre albedrío. Mis lágrimas en su mejilla. Brillan sus ojos y quedo preso. Sus padres no lo han visto, yo guardo ese recuerdo, ¡cuán equivocado estaba! ¡mis lágrimas han vuelto!



           Y es que, en ocasiones, sólo otro puede aliviarte donde te duele.




Por Edgar Kerouac.

lunes, 1 de febrero de 2016

Pequeña reflexión.

No tener nadie a quien escribir es sentirse como un poeta muerto. No consigo teclear porque no focalizo, no sé a qué hacerlo. Escucho música para inspirarme ahora que es de noche, pero no sale nada. Me siento muerto por dentro y estoy harto de conocer a personas que pasan por mi vida como el metro, sólo que no hay línea circular y no me monto. Las monto, pero eso no es suficiente. En cuanto termino me lanzo al vacío, huyendo de su abrazo, y lo que es peor, huyendo del mío. Hace mucho que no doy un abrazo sincero, de esos que surgen espontáneamente y llenan de luz un dia gris de febrero. 

Madrid es una ciudad que devora almas como quien devora caramelos. Prisas para ir a todas partes, cafés de quince minutos y noches etílicas en las que no sé cómo vuelvo a casa. Conocer se me antoja difícil, si antes de saber si su perro murió cuando era niña, me he corrido en su cuerpo y he escapado por la ventana. Haciendo trucos de escapismo para no volver a verlas, llorando en las aceras de noche mientras se limpian las calles, tratando de que esa manguera arrastre mis lágrimas y limpie mi alma.

Me encuentro en standby, necesito que alguien me encienda. Quiero un sábado bailando de noche, y acabar follando en cualquier portal de Malasaña. Que sea domingo y te despiertes a mi lado, tarde de calcetines, palomitas y sofá. Que difícil encontrarte, mi brújula se ha roto y doy vueltas que me llevan a ninguna parte. Naturaleza muerta como las de los cuadros del Prado, así está el jardín que hay dentro de mí. Las malas hierbas se adueñan de todo, pero son parte de algo más hermoso y no me atrevo a cortarlas. Creo que ahora vivo escondido en ellas, me protegen  y me siento a salvo entre ellas, agazapado.


No tener a nadie a quien escribir es sentirse como como un pintor sin lienzo. Mientras apareces seguiré bebiendo el fin de semana, follando y llorando donde nadie pueda verme, ni oírme.



Carlos Pelerowski