Allí estaba de nuevo, bajando las escaleras, tomándose su tiempo, sin prisa, pues no había nada que le apremiase. Con su ropa andrajosa, apestosa, para los demás pero no para él, con su viejo y resquebrajado bastón, color vino añejo, atusado en el brazo izquierdo, siempre portaba un deshilachado sombrero de un gris sucio, una suciedad de unos veinte años, pues desde que se lo encontró en la basura no lo había lavado, una espesa y mugrienta barba le cubría la cara, era tan abundante que gran parte de los días su barba iba repleta de migas y restos de comida, mirándole a la cara se podía adivinar rápidamente lo que había desayunado, comido o cenado. Era conocido por todo el mundo como el “abuelo”.
Logró, tras 5 largos minutos, bajar al portal. El abuelo pasaba la mayor parte del tiempo buscando tesoros, era todo un pirata de la calle, pegada su pipa siempre a sus labios aunque no estuviese encendida, era una especie de rutina, no se la quitaba ni para hablar, tampoco hablaba mucho, ni mucho menos para cagar, sí defecaba con asiduidad.
Caminaba lentamente por la calle, mirando que no se le pasara por alto ningún objeto de gran valor. La gente le miraba, probablemente por su fuerte olor, era una mezcla entre suciedad, orín y alcohol, puede que también le mirasen por su rara forma de andar. Hoy no había nada interesante, cada vez había más barrenderos, y cada vez trabajaban mejor, así que la dificultad para encontrar tesoros iba in crescendo. 
Decidió ir al supermercado, compró un brik de vino, quería agudizar sus sentidos, el vino le ayudaba enormemente a encontrar tesoros, además, estaba delicioso. Mientras hacía cola, la gente se alejaba de su lado, mostraban gestos repulsivos, al abuelo no le importaba, si los otros se marchaban de su lado menos cola debería hacer, antes compraría el vino y antes podría encontrar sus amados tesoros, eran todo ventajas. Pagó al contado a la cajera, ella le preguntó si quería una bolsa, él le respondió que no hacía falta, pues se la iba a beber de camino. Al salir del supermercado, un niño pequeño de unos 3 años le dijo al abuelo “¿por qué hueles tan mal?”, a lo que el abuelo respondió “porque soy un pirata”, “¡Ohhhh! nunca había visto un pirata” dijo el pequeño con una amplia sonrisa mientras le tendía la mano emocionado, antes de que el abuelo devolviese el apretón de manos, la madre corrió hacia el niño y lo apartó, despreciablemente, de la sucia mano del abuelo. 
Se sentó en un banco para beberse el vino, también para relajar sus cansadas piernas, los días iban sucediéndose y sus piernas iban funcionando cada vez peor. No tardó mucho en vaciar el brik, cada trago era de un sabor distinto, algunos eran amargos, porque le recordaba situaciones malas, incómodas, como las que había sucedido con la madre del niño de 3 años, pero se había hecho duro a estos sucesos, era frío, inmune, ya no le dolían las reacciones de los demás. Con otros tragos le venían imágenes bonitas, recordaba alguna de sus conquistas, algunos de sus tesoros más valiosos, se sentía satisfecho por el esfuerzo que había derrochado, también recordaba alguno de los mejores polvos de su juventud, esas imágenes le venían a la mente en blanco y negro, las luces y las sombras eran suaves, muy delicadas, pero repletas de detalles, era como una magnífica película muda de los años 30. El vino se acabó y con él las imágenes se disiparon.
Comenzó su búsqueda intensiva, el vino era como las espinacas para Popeye, eran su energía. Se sentía más atento, las cosas irrelevantes se volvían irrelevantes, no entraban dentro de su campo de visión, las personas desaparecían, los coches se esfumaban, el ruido se apagaba, el olor…él reconocía el olor de sus tesoros. Entró en un callejón oscuro, lo vio de lejos, era inapreciable para el ser humano típico, pero no para un pirata como era el abuelo, había visto el tesoro desde la entrada al callejón, el objeto estaba al final del callejón, a unos 30 metros , pero él ya lo dilucidaba. Se apreciaba un brillo metálico, era un auténtico tesoro, los ojos del abuelo se abrieron como platos, la sonrisa mostraba un gozo inigualable, se acercaba con sus raras formas de andar, llegó a un container de plástico verde y justo al lado estaba su tesoro, era una jaula de pájaros, estaba enrobinada y le faltaban algunos palitos de hierro, pero para el abuelo era todo un tesoro, cogió la jaula y se marchó a casa, de camino seguía fumando en pipa de modo triunfal, como cuando un pirata conquistaba un barco de marineros.
Abrió la puerta de casa, costaba empujar la puerta, parecía que algo impedía su obertura. Cuando la abrió, se apreció su casa, estaba repleta de tesoros, probablemente fuese el pirata con más tesoros que jamás haya existido. Había periódicos de hacía décadas, abundante comida de gato tirada por el suelo, era para sus seis gatos, que también formaban parte de sus conquistas, había plantas podridas, toneladas de ropa mugrienta, gran cantidad de cuadros de escasa calidad, zapatos que no eran de su talla, incluso habían de mujer, allí no vivía ninguna mujer, en el pasillo había bastantes excrementos de gato, en la cocina, las cajas de pizza y demás comida rápida tapaban la mesa, la nevera estaba abarrotada de comida caducada, de hacía pocos días pero caducada, el sillón apenas se veía, televisiones y radios antiguas, que no funcionaban, impedían su visión, en una estantería se hallaban decenas de gorras y sombreros, pero únicamente utilizaba el sucio gris, en otra estantería había bastantes lámparas de aspectos muy diversos, ninguna lámpara daba luz, y demás objetos atestaban la casa del abuelo. Eran sus tesoros, se sentía enormemente orgulloso por haber encontrado todos y cada uno de aquellos objetos, cada uno era una historia, cada uno tenía un sabor especial, como cada trago de vino…   
Los vecinos se quejaban día tras día, por el pasillo se podía tastar el olor que desprendía la casa del abuelo, al pasar era difícil no sufrir alguna arcada, el olor se impregnaba en las ropas de los vecinos. Al abuelo le daba igual, estaba acostumbrado a ese olor, ya ni lo reconocía, porque era su propio olor, se enorgullecía de sus tesoros y no se iba a desprender de ellos. En invierno el olor de la casa del abuelo era pasable para los vecinos, pero en verano, el olor pesaba, agobiaba, se podía palpar…los vecinos no aguantaron esta situación y llamaron a la policía, tocaron la puerta, el abuelo preguntó “¿quién es?”, contestaron “policía”, al abrir la puerta uno de los policías estuvo apunto de vomitar, el otro sí lo hizo. Los tesoros ya no podían continuar allí, el pirata perdía sus conquistas, se sentía tremendamente triste, todo lo que había conseguido, todo su esfuerzo y su posterior satisfacción se iban por el garete.
Mandaron al abuelo a un centro, consideraban que estaba enfermo. El abuelo escuchó las explicaciones de los médicos, decían que tenía el síndrome de Diógenes, él no entendía nada, no recogía basura, eran tesoros, y qué más daba lo que él hiciera, no hacía daño a nadie, habían otras muchas cosas malas en la gente, como los superficiales prejuicios, los desprecios de la gente, las palizas que había sufrido simplemente por su raquítico y despreocupado aspecto, pero esos asuntos a los médicos les daba igual, sólo les preocupaba acabar con las poca alegría que le quedaba a un anciano de 68 años, sus tesoros.
Allí permaneció hasta su muerte, tres años después de su ingreso. Ese centro no consiguió vencer su instinto de pirata, se dio cuenta que había tesoros incluso en aquel lugar, y como los médicos le vigilaban, sus conquistas se tornaban más difíciles y a la vez emocionantes, le añadía dificultad el no tener su vino, potenciador de sentidos, pero esto aumentaba más su satisfacción cuando conseguía alguno de sus objetos valiosos, como un tenedor brillante, cordones y toallas usadas…
Nadie sabe a que se dedicaba el abuelo anteriormente, también se desconoce su verdadero nombre, si tenía o no familia, sólo sabemos que su espíritu era el de un pirata, quizá el contexto no fuera el adecuado, pero también es verdad que el espíritu no entiende de contextos.
Por discípulo de Maestro Sho-Hai...
 
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