lunes, 2 de noviembre de 2015

A Óscar

Años hace, muchos. Fue mi profesor de filosofía, y también de Ética. Recuerdo que sus enseñanzas eran totalmente diferentes a las de cualquier profesor que haya tenido. En su día, todo aquello me extrañaba, Óscar me parecía un inepto, un profesor nefasto. Él nos retaba con actividades en las que todos participábamos. En el centro del aula siempre debía haber la figura de un juez, un moderador, un notario y alguien que escribiese el acta. Aquellas figuras no eran fijas, en cada clase se cambiaban los miembros que los componían. En las clases trabajábamos con la Constitución y los derechos humanos. Me parecía absurdo, no entendía por qué en filosofía debíamos hacer aquello. Nunca iba preparado a clase y mi nombre siempre estaba marcado con una cruz. Otros días dábamos a Aristóteles, Platón, etc. los típicos filósofos que se estudian en el colegio. Sin embargo, él lo hacía todo distinto, no se limitaba a darnos el sermón, sino que todo era participativo, la clase debía estar viva, no las palabras del profesor, sino nosotros. Por aquel entonces prefería escuchar y estar sentado, viendo como el reloj no avanzaba, memorizar y vomitar era mi dogma, la enseñanza interactiva no era asumirle para mí. Me resultaba demasiado extraño respecto al resto de asignaturas. Luego, estaba la asignatura de Ética y Moral, esa optativa en la cual todo el mundo aprueba con sobresalientes y que yo suspendí con un dos. Una asignatura que no servía académicamente, que aparecía en el boletín de notas, escrito a lápiz en una esquina diminuta que nadie lee. En aquellas clases nos ponía a prueba. Intentaba con constancia inagotable sacar nuestra creatividad, nuestro elixir único y exclusivo, que escudriñásemos no sólo en nuestras mentes, sino en nuestras jóvenes almas. Mi alma en aquellos días conocía únicamente la felicidad y la tristeza, el blanco y el negro. Desconocía lo que era la nostalgia, el estrés, la ira, la soledad, el odio, la angustia, en resumen, jamás había sentido el arco iris de sensaciones.
Recuerdo que debíamos interpretar pequeños teatros sobre situaciones dadas al momento, sin más preparación que la magia de la improvisación; o crear vídeos que describiesen ciertas emociones. Jamás disfruté aquellas clases. Estaba enojado con el profesor, hablando en mi interior sobre su
incompetencia, preguntándome por qué debía hacer todo aquello tan absurdo sin pies ni cabeza. Me
limitaba a repetirme que me tenía manía , y no mentía, pues para mí así era y era mi verdadera realidad, aunque sólo la mía, la cual estaba totalmente equivocada. Acabé suspendiendo sus dos asignaturas. Muchos suspendimos filosofía, muy pocos Ética. Todos los padres fueron a quejarse al colegio, porque no era posible que tantos alumnos suspendiesen y, además, esos alumnos eran de los mejores de la clase. Yo no sé lo dije a mi madre, no fue a quejarse. Recuerdo que todos aquellos que estaban suspendidos con más de un tres, tras aquella avalancha de quejas, fueron aprobados. Yo permanecí con mi dos y mi suspenso.
Tuve que presentarme en septiembre, pero antes hablé con él para saber qué debía hacer para aprobar su asignatura de Ética, pues realmente no había un temario ni examen establecido. En resumidas cuentas me dijo que no hacía falta que hiciese nada, en septiembre estaría aprobado. Sin embargo, añadió, que si quería podía, por mi cuenta, realizar un diario durante el verano, anotando todo aquello que me llamase la atención, sin ser necesariamente sobre las clases o un tema específico. Tras aquella
explicación, me quedó bien claro que no haría absolutamente nada y estaría aprobado por la cara.
Resultó no estar tan claro como pensaba, pues algo fue apropiándose de mi cuerpo. Era una sensación
muy extraña, por aquel entonces, para mí. No sabría decir si por vergüenza o por la autoridad, y lo mucho que me imponía aquel profesor, terminé realizando aquel diario, un diario que en septiembre
se convirtió en dos cuadernos repletos de mí.
Llegó septiembre, primero vino el examen de filosofía, el cual aprobé con un nueve. En aquel examen no estaba Óscar, lo realizó una profesora a la que no conocía de nada. Más tarde, fui a entregar mis dos cuadernos a Óscar. Llegué con ilusión, con la falsa humildad del que sabe que ha escrito muchísimo, más de lo que jamás hubiese imaginado el profesor, pero con la cara del que lo ha realizado con esfuerzo mínimo. Estaba con ganas de entregárselo y hacerme la roca, como si aquello lo hubiese hecho el día anterior a la entrega, mas por dentro esperaba ansioso una mirada cómplice,
una sonrisa de sorpresa e incredulidad. Fui a la sala de profesores a entregárselo, pero ya no estaba, es más, nunca volvió a estar. Aquel escándalo por tantos suspensos le costó demasiado caro, pues no era reincidente. Lo acabaron trasladando de colegio. Cuando fui a recoger mi nota, vi que había
sacado un siete, pero no recuperé mis cuadernos, ni una sola corrección o apunte sobre ellos. Alguien,
que sé que no fue Óscar, los debió tirar sin leer en una de esas grandiosas basuras de colegio. Había sacado un siete, pero me sentía notablemente suspendido.
Después de años, he intentado buscar a Óscar, localizarlo para hablar con él. Seguramente no le haya buscado lo suficientemente bien como para encontrarle, tal vez, siga siendo por vergüenza, por miedo a no encontrar el gesto que esperaba cuando le iba a entregar los cuadernos. He de decir que es el único profesor que me ha marcado, en su tiempo fue al que más odié, pero a la larga es del único que guardo un recuerdo de gratitud. Muchas veces he intentado localizarle, simplemente por pedirle perdón y darle mil gracias. Perdón por desperdiciar sus clases, aquellas clases que más allá de dotar al alumno con los conocimientos que debe aprender sobre una asignatura específica, le aporta al alumno la posibilidad de abrir su mente, de actuar y ser protagonista en una clase, en lugar de carne inmóvil
en un pupitre. Alimentaba nuestra creatividad sin limitarla, cualquier tema era válido, sólo debías adentrarte en ti y no tener miedo a expresarlo. Nos dio a entender que la figura del profesor es
prescindible como autoridad, su función  es la de guía y moderador de opiniones opuestas, conectar
pensamientos unos con otros y ser un alumno más, capaz de aprender de mentes por explotar.
Desconozco dónde estará dando clase, o si seguirá siendo profesor. Igual se ha cansado de que los padres sólo quieran que sus hijos aprueben aunque no hayan aprendido nada o se alteren por enseñar de una forma distinta y sobre temas que igual no son considerados importantes, como las libertades de un ser humano, sus diferencias, sus emociones. Pienso que yo no soy ese alumno del cual un profesor se acuerda, así que imagino que no se acordará de mí, pero estés donde estés yo sí te recuerdo.
A las personas que hacen bien las cosas, hay que recordarles que las hacen bien, porque se olvida si no existe refuerzo, se acaban haciendo no tan bien. Así que si tu cajero te atiende con amabilidad, con gracia, incluso con cariño, házselo saber; si tú madre después de un día de perros te sigue mirando con ese amor materno indescriptible, házselo saber; si tienes un profesor que sientes que te hace
sentir diferente, preguntarte cosas que ni siquiera te habías planteado, házselo saber; si tu amigo está presente aunque esté a mil km, házselo saber, porque con esos pequeños refuerzos se curan las
heridos que todos llevamos dentro, y nos empujan a seguir siendo como somos y no una fotocopia cansada de lo que éramos.



Gracias Óscar.





Por Edgar Kerouac.









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