martes, 25 de febrero de 2014

El tren que descarriló contra el corazón del escritor yace abandonado

El tren se dirige a ninguna parte. El vagón, vacío, me pertenece. Las ventanas son opacas y no puedo ver más allá de lo que un caracol  con su concha rota por el pisotón de un niño puede desplazarse. A pesar de que nadie me acompañe en este mundo, no me siento como el solitario jaguar que caza el armadillo en la oscuridad de la selva amazónica. Me siento tal vez más como el perro apaleado que han abandonado en la gasolinera, o el anciano que muere lentamente en esa residencia donde sus hijos ya han olvidado.  La soledad me abruma en ocasiones de tal forma que no puedo seguir solo, pero tampoco con alguien cerca de mí, o acabaré por clavarle un puñal en su corazón, o dos en el mío.

 El corazón me late deprisa, el alma yace sepultada bajo el carbón de mi locura, que no hace más que aumentar como las hojas de otoño que cubren la carretera que es mi vida. Tal vez me esté convirtiendo en una especie de ser superior que no comprende su alrededor, o puede que sea tan inferior que no pueda más que ver la punta del iceberg, pero entiendo que mi alrededor está cambiando, y la metafísica de mi alma no se está quieta, en un vaivén de sentimientos que van desde el amor puro hasta el odio sempiterno. ¿Hacia quién? Es la pregunta que me hago desde hace tiempo. No sé si debería odiar o debería amar, no entiendo muy bien la diferencia de esos sentimientos. A veces cuando hago un acto de amor puro necesito odiarme a mí mismo o a la otra persona, otras sin embargo cuando el enfado acelera mi pulso cardiaco la simple brisa del viento en mi cara hace que ame la vida. Busco y no encuentro, mato y no doy vida, lloro y a veces sonrío. Cuando estoy con ella vuelvo a sentir vida, necesito vaciar mi odio acumulado en forma de esperma, o tal vez lo que esté expulsando sea algo bueno, algo que yo llamo odio porque la verdad es más afilada que la falcata del guerrero íbero.


No por mucho anochecer se llega más temprano,  el hombre que intenta matar a su mujer es como el niño que quiere descubrir de qué esta hecho su juguete por dentro, y para ello lo rompe en mil pedazos, sin saber que está rompiendo lo más delicado que existe en el mundo, que no es otra cosa que el corazón de una mujer, que aunque los haya podridos como el de la bruja de Blancanieves, la mayoría aún sirven para que podamos mirarlos directamente y convertirnos en mejores personas aunque solo sea durante unos instantes de nieve que arde, de copos que cuando acarician nuestro cuerpo se derriten en forma de lágrimas de amor. Y aunque la oscuridad repta como una serpiente y yo soy su rata, sabiendo que tarde o temprano sus fauces me engullirán para encontrarme en un nuevo estado, ese que nadie ve y sin embargose huele, ese que no se huele per se oye, ese que rodea los poros y nos impide sudar la amargura de la vida, sé que si encuentro ese corazón que se acompase al mío como si de una improvisación mágica de Jazz donde el Saxo y el piano confluyen suavemente, buscando ese compás en las palabras, en el sexo, follándonos a ritmo de blues y llegando hasta el final sin poder reprimir jadeos de placer y caricias secretas, sé que habré logrado encontrar la llave de esa puerta que tanto tiempo lleva cerrada, habré conseguido salir del laberinto sin necesidad de ovillo, y sé que la locura formará parte de mí transportándome a un lugar que ya deseo descubrir.


Por Carlos Borowski...

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