Los
dioses también mendigan, cojean, pasan hambre y frío. 
Los dioses no lo saben
todo, ni siquiera de una parte saben el todo. Tienen miedo a la oscuridad, como
solución se frotan con bombillas encendidas, impregnándose de su luminosidad. 
Un dios puede estar triste, no obstante, endiosados, la tristeza les es
imposible mostrar. Los dioses son omnipresentes pero en ningún lugar concreto
pueden estar. No tienen alas como los ángeles y nunca las tendrán. No saben
bailar pero lo saben disimular. Escriben la poesía que la inspiración a ti
nunca te ofrecerá, poesía llorada por las nubes, que sobre el mar narrada se
refleja, mientras los peces nadan entre las rimas de los dioses poetas. 
Se
enamoran de los humanos, pero tienen miedo a que les vuelvan a rechazar. Los
dioses también cantan bajo la ducha, como tú y como yo, y también lo hacen mal,
como tú y como yo. Son católicos, musulmanes, judíos y ateos, de una forma
indivisible, creen en ellos mismos y al mismo tiempo les resulta imposible. 
Los
dioses se hacen viejos, pero devoran recién nacidos para mantener su aspecto
inmortal. Mientras los humanos son de carne y hueso, ellos son del material que
están echos los sueños, las ilusiones ópticas, el azar, las palabras que mueren
en la punta de la lengua sin conseguir expulsar, los déjà vu o los
recuerdos que la memoria intenta alcanzar pero ya han quedado demasiado atrás. 
Los dioses son ciegos, mudos y sordos, pero no es motivo suficiente para que
vean lo que quieren espiar, para que digan lo que nadie querría escuchar y para
que oigan a su libre albedrío. Se ocultan en los niños, en las piedras que no
se pisan, en las cornisas con telarañas -entre las telas y las arañas-, en las
ramas débiles de los corales, en las colas cortadas de las lagartijas, en los
semáforos sin pintar, en las hélices del ADN pérdidas en un microscopio sin
hogar. 
Los dioses mandan cartas a los reyes magos pidiéndoles la paz. Los
dioses no son varones, ni mujeres, son dioses nada más. Tienen corazón de
hierro, por eso no nos entienden, ni nos respetan. Se enamoran de nosotros para
prometernos el mundo de nunca jamás, pero jamás veremos ese mundo. Los dioses
son mentira, pero dentro de cada mentira hay una verdad. Escuchan a Ludovico,
blues o jazz, porque les hace sentirse los dioses que les gustaría ser pero
nunca serán. Los dioses nos dieron la vida y nosotros les mantenemos vivos con
nuestro último hálito. 
Nuestras palabras fecundan su permanente estancia en la
humanidad. Mueren, pero nuestras mentes les hacen resucitar. No nos lo deben
todo, nos deben mucho más.
Por Edgar Kerouac.
 
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