lunes, 10 de marzo de 2014

Dioses


Los dioses también mendigan, cojean, pasan hambre y frío. 

Los dioses no lo saben todo, ni siquiera de una parte saben el todo. Tienen miedo a la oscuridad, como solución se frotan con bombillas encendidas, impregnándose de su luminosidad. 

Un dios puede estar triste, no obstante, endiosados, la tristeza les es imposible mostrar. Los dioses son omnipresentes pero en ningún lugar concreto pueden estar. No tienen alas como los ángeles y nunca las tendrán. No saben bailar pero lo saben disimular. Escriben la poesía que la inspiración a ti nunca te ofrecerá, poesía llorada por las nubes, que sobre el mar narrada se refleja, mientras los peces nadan entre las rimas de los dioses poetas. 

Se enamoran de los humanos, pero tienen miedo a que les vuelvan a rechazar. Los dioses también cantan bajo la ducha, como tú y como yo, y también lo hacen mal, como tú y como yo. Son católicos, musulmanes, judíos y ateos, de una forma indivisible, creen en ellos mismos y al mismo tiempo les resulta imposible. 

Los dioses se hacen viejos, pero devoran recién nacidos para mantener su aspecto inmortal. Mientras los humanos son de carne y hueso, ellos son del material que están echos los sueños, las ilusiones ópticas, el azar, las palabras que mueren en la punta de la lengua sin conseguir expulsar, los déjà vu o los recuerdos que la memoria intenta alcanzar pero ya han quedado demasiado atrás. 

Los dioses son ciegos, mudos y sordos, pero no es motivo suficiente para que vean lo que quieren espiar, para que digan lo que nadie querría escuchar y para que oigan a su libre albedrío. Se ocultan en los niños, en las piedras que no se pisan, en las cornisas con telarañas -entre las telas y las arañas-, en las ramas débiles de los corales, en las colas cortadas de las lagartijas, en los semáforos sin pintar, en las hélices del ADN pérdidas en un microscopio sin hogar. 

Los dioses mandan cartas a los reyes magos pidiéndoles la paz. Los dioses no son varones, ni mujeres, son dioses nada más. Tienen corazón de hierro, por eso no nos entienden, ni nos respetan. Se enamoran de nosotros para prometernos el mundo de nunca jamás, pero jamás veremos ese mundo. Los dioses son mentira, pero dentro de cada mentira hay una verdad. Escuchan a Ludovico, blues o jazz, porque les hace sentirse los dioses que les gustaría ser pero nunca serán. Los dioses nos dieron la vida y nosotros les mantenemos vivos con nuestro último hálito. 

Nuestras palabras fecundan su permanente estancia en la humanidad. Mueren, pero nuestras mentes les hacen resucitar. No nos lo deben todo, nos deben mucho más.




Por Edgar Kerouac.

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