El día que
descubrí la primavera fue ese que tropecé contigo en aquella lejana calle de
esa olvidad ciudad. Jamás olvidaré como nos levantamos juntos, y mirándome a
los ojos, pude ver a través de los tuyos. Mi primer día de verano llegó más
bien una noche, y aunque no recuerdo el tiempo que hacía allí fuera, todavía
puedo notar dentro de mí  el calor que
sentí cuando te fui quitando la ropa lentamente por primera vez, te acaricié
como jamás lo había hecho y por fin me asomé al vacío de tu desnudez, que en
realidad estaba completamente lleno. El otoño llegó a mí de repente, casi como
una estación maldita, cuando te diagnosticaron cáncer. Como las hojas que caen
una fría tarde de Noviembre, tu cabello se quedaba en mis manos. Las lágrimas
no eran tuyas, sino mías. Sin embargo, creo que jamás te vi tan bella como en
aquella oscura estación. A veces, cuando estabas distraída, te miraba de reojo.
Y entonces siempre encontraba tu sonrisa, tan bonita que incluso me quemaba.
Puede que no fuese la estación más alegre del año, pero a tu lado siempre fue
perfecta. Tu mirada, pura y llena de amor hacia la vida, siempre estuvo dándome
los buenos días, y cuando llegó el invierno y por fin te marchaste de mi lado,
sentí que la nieve al fin cubría mi alma. Me sumí en el más oscuro y frío de
los dolores, maldiciendo a la diosa Perséfone por haberse ido al inframundo con
Hades. Pero un día, rebuscando entre trastos viejos, descubrí una vieja
fotografía realizada con nuestra vieja Polaroid, y al ver de nuevo tu sonrisa,
supe que sería capaz de derretir hasta el témpano más frío que habitaba mi
corazón.
Por Carlos Pelerowski..
 
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