El
genio le concedió un deseo. Muéstrame las caras de las cien
personas más ricas del mundo -pidió el joven-. Entre tanta cara,
ningún poeta. El genio le vio alicaído, le preguntó el porqué. El
muchacho respondió “concédeme un último deseo y tendrás la
respuesta”. La curiosidad del genio, su debilidad. Pidió ver las
diez mil personas más ricas del universo. Nuevamente, ningún poeta.
Te
responderé -dijo el muchacho-, estoy triste porque el dinero mueve
el mundo, y de esos diez mil rostros no he visto en ninguno
felicidad. 
                               Me
queda el consuelo de ser poeta.
Por Edgar Kerouac. 
 
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