Sentado
en las escaleras, cómodo, muy cómodo me encuentro. Un bocadillo en
la mano, la música sonando a todo volumen en mis cascos, no escucho
nada más, ni siquiera mis pensamientos. El sol ruge con fuerza, pero
no me importa, sigo a gusto en las escaleras. Desahogado, acabo de
finalizar dos exámenes, ya no hay nervios, no hay preocupación,
sólo música y relajación, en aquellas escaleras que me acercan un
poco al cielo. Intento saborear el momento al máximo, pues sé que
como el bocadillo pronto terminará, aunque no dilucidaba que fuese
tan pronto...
Percibo
una presencia extraña detrás de mí, no muy cercana pero lo
suficiente como para saber que allí se encuentra. No le doy mucha
importancia, me encuentro de puta madre. Sin embargo, aquella
presencia me empieza a incomodar, noto como detrás de mí no para de
moverse, sin acercarse, pero tampoco alejándose. Al fin se mueve, se
acerca, baja las escaleras y consigo percibirlo, es un hombre de unos
treinta y tantos años, con un cabello corto y muy negro, tan negro
que parece una peluca. Ese hombre volvió a subir por las escaleras,
yo seguía con mis cascos y mi rato de paz, pero el me miró y tuve
que despegarme de mi amada música. Aquel hombre me dijo “¡Hola!”,
y entonces, por su tono de voz, descubrí que era especial, aquella
voz le delataba, también sus andares, pero no me había percatado
hasta que le escuché hablar. Yo contesté “¡Buenas!”,
con mi más sincera simpatía, me caen bien las personas especiales,
no sé el porqué, al igual que me suelen caer mal los viejos,
supongo que son defectos que tengo de serie. Volví a colocarme mis
cascos y la música volvió a envolverme con su ritmo. Continuaba con
mi bocadillo, no tenía prisa por acabarlo, en realidad, no tenía
prisa por nada, allí estaba, en las escaleras, pudiendo parecer que
estaba perdiendo el tiempo, pero aquella comodidad, aquel estado de
placer en el que me encontraba, merecía cualquier derroche de
tiempo. De nuevo, aquella presencia incómoda permanecía en mi
cogote, esa sombra que percibía por el rabillo del ojo estaba
empezando a tocarme los cojones, pero era de nuevo el hombre de azul,
el hombre de mantenimiento, el hombre especial...
Pensé
que aquel hombre tenía sed o hambre, tal vez sólo necesitase
alguien con el que hablar, quizás creyó que yo estaba sólo, sin
amigos y que necesitaba compañía, para nada, en aquel instante era
feliz en mi tranquila y musical soledad. De repente el hombre de
mantenimiento con aquel luminoso traje azul, comenzó a moverse de
aquí para allá, haciendo que trabajaba pero sin trabajar,
simplemente disimulaba, yo intentaba hacer que no le veía, pero la
panorámica de un ojo es muy amplia, y siempre sabía dónde estaba,
y sabía que me miraba, aquella paz en la que me encontraba hace unos
minutos se había ido oscureciendo. Sabía que el hombre de azul
quería que le mirase, pero yo no quería mirar, no pedía tanto,
sólo música, comer, ser abrasado por el sol, nada más, pero
nuestro señor de ahí arriba no quería permitirme ese lujo, quizás
no me lo mereciese. De nuevo volvió a moverse el hombre de
mantenimiento, se colocó en un lugar donde las cámaras no podían
observarle, se colocó en una pequeña esquina donde sólo yo podía
verle, en un estrecho camino, a un lado una hilera de setos, al otro
lado la pared, empezó a hacerme señas, primero de un modo
tranquilo. Yo me había dado cuenta desde el principio, pero no
quería mirar, de verdad que no quería. Él continuó con sus señas,
empezó a hacer aspavientos, yo ya no podía disimular y hacer que no
lo había visto, me quité los cascos, me los coloqué en el cuello y
le miré. Aquel hombre me me miró y empezó a mover su boca y
lengua, hice ver que no le entendía, sí que le había entendido,
perfectamente además, pero no quise creer lo que veía ni lo que
pensaba, me negaba a creer la cruda realidad. Entonces sacó la
lengua y la movió haciendo círculos con el chicle que portaba, de
nuevo hice ver que no le entendía, quizás desfalleciese su intento
y se marchara, pero eso no ocurrió. Opté por decirle en un
contundente y claro enfurecimiento “¿Qué?”,
su gesto posterior fue lo que me hundió en en las profundidades del
salvaje océano, me costará olvidar esa cara, ese gesto, aquella
situación. De un modo totalmente inteligible, con su brazo me indicó
que si quería que él me chupará la polla. Aquel gesto me produjo
una mezcla de asco, tremenda ira, tenía unas ganas tremendas de
bajar aquellos escalones y estampar su cabeza contra la pared,
sentarme a ver como la sangre brotaba de su cabeza y sus ojos se iban
apagando poco a poco mientras los míos se iluminaban entre llamas de
furia; y, además, me produjo una inmensa tristeza, una tristeza tal
que no bajé a destruir a aquel ser especial, supongo que su
deficiencia le salvó. En cuanto se marchó, me sumergí en una gran
pena, mis más sinceros buenos actos, mi simpatía, no había servido
de nada, tenía ganas de vomitar, ira, nauseas y tristeza
entremezcladas produciendo una sensación horrible de desesperanza.
Fui al servicio, me miré en el espejo y quise empañarlo de vomito,
pero no merecía la pena, aguanté las arcadas, me refresqué y al
salir del aseo era un tipo distinto, creo que la gente se percató
del cambio, a mi toda esa gente ya me daba igual, simplemente seguía
escuchando la música, esta vez sin cascos...
Cada día voy acercándome más hacia un lugar pequeño y oscuro, un
lugar donde se acumulan todas mis decepciones, un lugar donde no hay
cabida para sonrisas ni buenos actos, un lugar donde las almas no
pueden tener ni siquiera un resquicio de bondad, un lugar de
tranquilidad sí, pero acompañada de inmenso dolor. Ese dolor cada
día me gusta más, me gusta soportarlo, es increíble la capacidad
del hombre para soportar dolor, yo quiero ver hasta dónde puedo
aguantar, es lo único que me queda...
Por discípulo de Maestro Sho-Hai... 
 
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