Una
niña que apenas sabía de la vida, montó un pequeño puesto de
madera de arce negundo, entremezclando tablas en buen estado con
tablas podridas. Las tablas podridas eran sus preferidas, olían a
todo lo que fueron antes de morir, pero la niña pensaba ciegamente
que nunca se muere completamente, el recuerdo de aquello que muere
siempre permanece vivo. En cada una de esas tablas podridas -si
aquella niña te dejaba acercate- podías oír el cantar de
petirrojos, cucos y ruiseñores que un día dormían -y despertaban-
en aquellos negundos. 
 
  Un
comercio sin jefes ni empleados, sin dinero, sólo trueque. Un
comercio sin comercio, pura supervivencia. Ambas partes necesitaban
esos bienes, y eso hacían, sobrevivir. Aquella niña, no poseía un
puesto de limonada, ni de intercambio de cromos de los mejores
quarterbacks de la NFL, ni siquiera de algodón de azúcar, como el
resto de niños. Aquella niña intercambiaba ego por piezas de lego.
 
  Su
negocio crecía tan deprisa como la envidia en el ser humano y las
malas hierbas allá donde no da el sol. Pronto las colas alrededor de
su puesto de madera podrida se hacían más y más extensas. La gente
se agolpaba, se intentaban colar, se peleaban unos con otros, incluso
entre amigos y familiares. Era triste ver como un nieto apaleaba a su
propio abuelo sin compasión, hundiendo su arrugada cara contra el
nada acolchado cemento. El sonido del crujido de aquella dentadura
postiza sigue vivo en mis oídos y mi piel, igual que la imagen de
una madre mordiendo a su hija, como si no hubiese comido en siglos.
Todo por adelantar un puesto, por llegar antes ante aquella
misteriosa niña. La gente moría en aquella interminable cola.
Morían sin gloria, como hacemos la gran mayoría de personas. Unos
morían asfixiados, otros por inanición, unos desangrados, otros se
volvían locos por no dormir y se ahogaban en su propia locura, sin
encontrar cura alguna. Los que seguían en pie, robaban a aquellos
que iban cayendo al frío, gris y solitario suelo con sus cajas de
lego, aun aferradas a sus rígidas y difuntas manos. Los que aun
seguían vivos -o más que vivos, respirando- no tenían miramientos
ni con los vivos ni con los muertos. 
 Yo
me encontraba alejado de toda aquella muchedumbre, jamás vi a la
niña, no vi su aspecto, sólo escuché hablar de ella. Mis curiosas
neuronas me hicieron saber de ella. Y no miento, si admito que
saboreé cada palabra de aquellas y aquellos seres sedientos de ego. 
 Mis compatriotas -los poetas- y yo, hablábamos con aquellos que buscaban
el trueque con tanta ansia. Por aquél entonces, en aquellos años
que pasaron como días, no nos importaba el color del cielo o si
seguía estando allí arriba o había desaparecido; tampoco las
enfermedades, o los futuros viajes y países que recorreríamos, sólo
nos importaba lo que ocurría en la manzana en la que nos
encontrábamos. Únicamente nos gustaba hablar con aquellos
instrumentos estropeados de carne y hueso, ver el caos y la derrota
en sus ojos, y escuchar la funesta melodía que les acompañaba en
sus talones. Supongo que nos hacían sentirnos iguales por una vez,
metidos en el mismo saco, en la misma ciénaga de miseria
existencial. La diferencia entre ellos y nosotros, radicaba
simplemente en un carboncillo y un papel. Nosotros matamos nuestros
dragones sobre el blanco, inerte y vacío papel, dotándolo de
muerte. Los poetas somos serpientes que mudan su piel sobre el papel.
Aquella gente buscaba en el ego -que aquella niña intercambiaba-, lo
que nosotros encontrábamos en el solitario folio. 
 Dicen que aquella niña construyó un mundo completamente nuevo, con
todas las piezas de lego que consiguió mediante el trueque. Nunca lo
vi con mis ojos, no me creáis, yo no lo haría. Un ser con la
incertidumbre por bandera no merece ser creído, así que me limito a
que me escuchéis y olvidéis. Dicen que la niña era poeta, que
ofreció todo lo que no podía darse a sí misma a cada uno de esos
seres babosos y demacrados. Demacrados por un ego propio demasiado
descuidado. Ese ego que te resucita cuando las lágrimas ya han
llegado a mar abierto y te hunde cuando vas a rozar la Luna. Buscaban
intercambiar aquello que no supieron alimentar. Porque el ser humano
es experto en llegar tarde a lo que ya está perdido, a comprar el
billete cuando el tren ya se ha ido, a pedir perdón sin sentido. Y
Dios nos bendijo con el don de la esperanza, y eso es lo que les
quedaba a aquellos malditos desgraciados. Una última esperanza,
depositada en una niña, la cual no sabía el significado de la
misma. 
 Dicen
que la niña -en su mundo de lego- sigue escribiendo, expulsando sus
demonios sobre las hojas cuadriculadas de un cuaderno infantil. Esas
hojas empapelan -a modo de póster continuo- las paredes de lego.
Cada día mira esos fantasmas y continúa dando su ego. Sin miedo.
Con una sonrisa misteriosa, que quizás oculte una felicidad
demasiado grande para un cuerpo tan pequeño o quizás unos hombres
del saco del tamaño de un chino imperio. 
 Yo
sigo bajo un alcornoque podrido, que huele tanto a él como a mí.
Esperando escribir la primera palabra de este cuaderno infantil. Sin
prisa. La palabra es menos rápida que el viento, pero más profunda.
Y entonces espero. Sin saber si esa niña existe. Sin saber si mi
alma se desviste. Sin saber si el resto de poetas soy sólo yo. Sin
saber si acabaré haciendo cola, con una caja de lego de 182
centímetros de estatura, tan alta como yo. Para llenar mi vacío
cuerpo, como vacía está la página que ahora mismo miro. Sin saber
si esa niña sólo necesita que le pregunten cómo se llama.
Pero...¿y cómo me llamo yo?  
                                                         Sólo
sé que mi ego os lego.
Por Edgar Kerouac, con el ego en el pincel y las palabras que desvelo.