jueves, 11 de diciembre de 2014

La sonrisa en las sombras.

Como cada mañana se había levantado a primera hora. Le encantaba salir a la calle y ver como ésta se despertaba. Era algo que desde niño y después de tantos años, le seguía fascinando. Pero hoy era un día diferente.

Juan era viudo, Graciela divorciada. Se conocían desde que tenían apenas diez años. Habían sido vecinos en aquel pequeño pueblo y habían crecido juntos. Casi como hermanos. Su juego favorito era el de las sombras chinescas. Cuando oscurecía, y a la luz de un candil, él hacía formas con sus manos y Graciela siempre las adivinaba.

Hasta que Juan se tuvo que ir Madrid, por el trabajo de su padre, que en aquella época no era ni muy bueno, ni estaba bien pagado. No se volvieron a ver hasta después de 50 años. Ahora ellos tienen 66 años, ambos jubilados y han vivido mucho. Juan conoció a una bella inglesa llamada Emily, hasta que el cáncer se la arrebató hace algunos años. Graciela no lo pasó tan bien. Sufrió humillaciones por parte de su exmarido, hasta que un día éste golpeó a su hija, y no aguantando más, decidió marcharse con ella para no volver. Ahora su hija vivía en Barcelona, y a veces iba a visitarla.

Cuando se encontraron fue toda una casualidad, en una pequeña cafetería de Alicante. Ahora los dos vivían en esa bella ciudad mediterránea. Al principio, no se reconocieron, pero en cuanto Graciela vio la mirada de Juan supo que era él. No había cambiado nada. No tardaron en ponerse al día, y poco a poco fueron quedando con más asiduidad. Se dieron cuenta de que ninguno se había olvidado del otro. Se amaban, y lo sabían.

Por fin, después de varios meses, Juan se decidió a dar el paso. Eligió un precioso hotel cerca de la costa, con una amplia habitación que daba al mar. Éste, con la luz del sol le recordaba a la sonrisa de Graciela. Ella estaba en el balcón, mirando las olas, con la calma en la mirada. Él se acercó a ella y la besó. Luego, la introdujo en la habitación y apagó las luces.


El lugar se quedó a medio oscuras. Sólo una pequeña luz del atardecer entraba a la habitación de aquel hotel. De aquellas paredes que serían las primeras en guardar el momento que llevaban anhelando años. Juan se sorprendió mirando las sombras, jugando con ellas como cuando era un niño. Con dos cuerpos era más difícil hacer una paloma o las fauces de un perro. Pero siempre le habían enseñado que el camino es más importante que la meta, y no dudó en tomarlo al pie de la letra. Y allí, mirando al mar, al fin el amor les hizo a ambos.

Por Carlos Pelerowski..

viernes, 5 de diciembre de 2014

Navidad?

Hace frío.
Como cualquier día siente frío
en sus huesos.
Como cualquier noche sentirá frío en su alma.
Hoy un poco más.

Nadie en las calles.
Su perro aúlla de hambre y
 su estómago responde rugiendo.
Bebe un trago.
Suspira.
Cae la nieve.
Hoy es Navidad.

Carteles de gente feliz.
Luces con formas de estrella,
árboles que alumbran las avenidas
 por donde él solo camina.
Nadie a quien abrazar.

Una invitación hecha pedazos.
Unos hijos que no quieren saber nada.
Un cartón de vino a su lado,
Llorando lágrimas con formas de copo.
                                                   Nadie que le quiera besar.

Un niño en la calle,
Con un abrigo hecho jirones.
Tiembla.
Le da su abrigo
Comparte su cena con él.
(No es mucha, lo que le dieron las monjas).
El niño sonríe por primera vez.
Él sonríe después de años.
Siente calor en su interior.
Y no es por el vino.

                                       Feliz Navidad.


Por Carlos Pelerowski..

jueves, 13 de noviembre de 2014

Ojalá no lo hubiese tenido que escribir


Calor en la montaña de hielo nuboso, donde los duendes y duendas de carne y yeso viven muertos sin saberlo. La cerveza corre a cuenta del establecimiento y las gentes beben antes que comer, follar o respirar. El caos deja paso a la libertad del alma de quien puede poseerlo. Algunos locos escriben en las terrazas de pladur esperando que les caiga sobre las barbas la manzana de Newton, otros fuman marihuana para ver a la gente en formas dalinescas y unos muchos intentan ser normales con resultados desastrosos. 

Vehículos de cuatro ruedas parecidos a los coches, que corren como coches y se llaman coches pero no son coches. Circulan sin frenos y con la imprudencia de niños de preescolar, destrozando sus bocinas al ritmo de un blues mundial que silencia el canto de los pájaros y las órdenes de cada uno de los dioses. El murmullo se palpa en su inmensa invisibilidad, la brisa transporta mensajes no natos y lágrimas de zarigüeyas, todas las calles parecen la misma y para colmo no hay colmo que valga.

Las sombrillas vuelan quietas en bamboleos de tutús de ballet. Los edificios intentando golpear al cielo por reírse de los sueños que algún demente tiene. Las flores se han ido sin despedirse y no se les espera volver a ver. Los móviles echan humo y lloran porque el ser humano no tiene cabeza ni pies. 

Un arco iris de grises invade los ojos de aquellos ojos que no quiero que sean míos pero sí lo son. Y hoy que a la lluvia no se la espera, a mí me llueve dentro, me gotean las heridas selladas y me hacen saber que hay quemaduras que jamás curan. En mi sombra veo la pena, que ya no sé si me acompaña o la acompaño, si está a la vista o por debajo, si es mi humanidad o mi fracaso...si viene a quedarse o está de paso. 

Me llegan noticias sobre ti y ojalá fueran buenas. Escribiendo fábulas para ocultar lo que me está pasando, adornando el mundo cuando la realidad me está matando. Me llegan noticias sobre ti y se me parte el techo.  Maldigo al alcohol, lo insulto y escupo odio sobre cada una de sus letras, cada uno de sus grados, todo ello mientras bebo cerveza, así me flagelo. Tanto tiempo sin saber de ti y no me importaba olvidarte, porque nunca lo intentaría -y aún menos lo lograría-, demasiado tiempo y ahora me vuelca el corazón, y pensar que tal vez no verme ha sido tu condena, me condena al infierno más ingrato.



                          Me encuentro en las llamas de tener padre y que no hago nada por salvarle. 





Desde el dolor de mis labios, Edgar Kerouac por ti está rezando.







miércoles, 22 de octubre de 2014

Fado.

Suena un fado triste en el bar.

No hay música de instrumentos, solo una voz que rompe el silencio de las copas. Una voz que desgarra corazones sin aliento, embotellados en whisky barato.

Ella canta porque está sola, ella canta porque no sabe hacer otra cosa.

Los parroquianos están en silencio. El barman ya no limpia la copa una y otra vez. Ahora solo llora.
Ella canta porque está sola, ella canta porque nadie le dijo que supiera hacer otra cosa.

Fuera no se sabe si llueve. Tampoco importa.

Solo ella encima de ese taburete, rasgando con su voz lo que todos sueñan pero no expresan, llegando a partes del alma enterradas durante años en trabajo y miseria. Porca miseria.

Ella canta porque se siente sola, ella canta porque él le dijo que no hiciera otra cosa.

Un recuerdo de un amor pasado, de una herida que perdona pero no olvida, que late y como,
En una indefensión aprendida, se agazapa ante un nuevo rayo de esperanza.

Ella ya no canta no porque ya no se sienta sola, sino porque no tiene ya nada que cantar.

Cuando la voz se apaga ellos vuelven a sus jarras, a enterrar de nuevo el dolor.

El bar parece más triste entre risas de borrachos, pues no se dan cuenta, pero los ojos de ella se apagan, lentamente, van perdiendo el brillo y la magia de la canción, cuando por fin ha desaparecido, ella nunca estuvo allí.


Ella cantaba porque se sentía sola, sin saber que era cuando estaba callada, cuando él la escuchaba.



Por Carlos Pelerowski..

Busco, busco y más busco.

Busco tu mirada en los ojos de la gente. 
Nuevo en una ciudad que se me hace grande, 
donde me pierdo 
y no sé donde encontrarme.

Busco tus pisadas en los andenes de metro, 
donde a veces puedo oír el rumor del silencio 
acallado por las prisas
 y aplastado por el anonimato de miles de personas 
que se dirigen 
 a ningún lugar concreto.

Busco tu esencia entre los árboles de los parques,
 marchitándome poco a poco y 
cayendo lentamente como las hojas en otoño,
 posándome en la hierba
 que me sirve de almohada.

Busco tu cabello entre el viento,  
que sólo trae polen y lágrimas
 que han vuelto.

Te busco en mis sueños, 
pero no te encuentro.

Ya no sé si te has ido para siempre, 
o soy yo el que no ha ido detrás de ti. 
Ahora me dices que hay que conocer a otra gente, 
que el amor no está hecho para tu cuerpo
 y que hoy estás aquí, 
y mañana quien sabe. 
Que si yo te atraigo no es suficiente, 
que te han hecho daño
 y temes que un corazón cosido 
vuelva a fracturarse.

Es cierto que no puedo prometer amor eterno,
 ni siquiera de dos meses.
 Que soy un golfo, un borracho que cuando bebe dos copas de más
 (y a menudo pasa)
 me olvido de todo y solo quiero vaciarme 
sin importarme cómo ni con quien. 

Nunca he sido un buen novio, es más, 
creo que nunca he llegado a ser siquiera  un novio.


Y sin embargo
cuando busco esas pecas que se pierden en tu cuerpo,
solo quiero ser el Doctor Livingstone 
y descubrir lo más profundo que hay en tu mirada. 
Que recuerdo el calor de tu cuerpo,
 tu piel quemando mis entrañas
 y mis brazos intentando acariciarte el alma.



Por Carlos Pelerowski..

jueves, 18 de septiembre de 2014

¿Jubilación?


Atender a todas las peticiones, demasiadas. ¿Omnipresencia? Un vulgar mito. Mi mujer está furiosa conmigo, siempre llego tarde a comer y cenar. Nunca duermo en casa. Apenas me dejo ver unos minutos de vez en cuando, un saludo rápido y vuelta a la faena. Mucho trabajo, escasa remuneración y -encima- no consigo hacer feliz a la gente.

En boca de todos en lo malo. En lo bueno, como si no existiese. Muere gente por mí, hay guerras, las hubo y habrá en las que se enfrentan personas en contra de mí y otras que me defienden a ultranza, fieles capaces de morir en mi nombre. No se dan cuenta que a la mayoría de ellos no los conozco y -perdonad mi franqueza- ni siquiera me importan.

Hacéis caricaturas de mí, en iglesias, libros y panfletos. Siempre con una barba larga y fea, cuando de sobra sabéis que soy de escueto y refinado bigote. Me vestís con harapos, cuando nunca he dejado de llevar traje. Yahvé, me apodáis, mientras mi nombre es Fausto.    

Algún judas dijo que trabajé hasta el sexto día y el séptimo descansé. Lo que obvia ese sucio patán es que estuve machacándome -para dejarlo todo bien bonito- hasta el día sexto del mes cuarenta y ocho de trabajo continuo, día y noche. Creo que entiendo un poco el enfado de mi mujer. No creáis que todo fue plantar florecitas, o tan gracioso y sencillo como arrancarle la costilla a Adán -cómo lloraba el pobre hombre- para crear a Eva. Tuve que cargar dos cerdos a horcajadas por todo el Sahara, mientras me mordían y excretaban, ¡menudo olor! Por no hablar de lo milimétrico que tuve que ser, colocando la Tierra a una distancia idónea del Sol, para que no os quemaseis. Muchas pruebas llevé a cabo y en más de una terminé achicharrando mis sensibles glúteos.

Últimamente estoy triste porque ahora preferís el infierno, cuando yo os lo he dado todo. Desagradecidos. Soy vuestro esclavo eterno, he consentido que mataseis a mi hijo y pienso que estoy perdiendo a mi mujer por vuestra culpa, sospecho que me engaña. Aun así os perdono, siempre lo hago. Pero elegís el infierno y sus pecados.


Ya no sé qué hacer. Tal vez la idea de jubilarme sea lo adecuado, dejar de viajar tanto y volver a escribir como cuando era pequeño y se me ocurrió crear el mundo. 



Por Edgar Kerouac.

Canto a una cama

¡Oh cama, cuántos momentos juntos!
       Te ofrecí mi primer diente,
      y lo vendiste al mejor postor,
                            un tal Pérez.
         ¡Oh, mi estrecho lecho!
                Me viste perder la virginidad,
  cometer mi primera infidelidad.
       Tan incómoda y arrugada,
tan dócil y apagada.
    ¡Oh cama! Si lo pienso bien
      dejas mucho que desear.
        No me consolaste cuando murió mamá,
      tampoco cuando mi cara abofeteaba papá.
                     Tantas noches te lloré,
    tú siempre tan sorda y muda
   como si le hablase a la pared.
           A primera vista acolchada y suave,
          mas cuán dura eres con tus sábanas
   a medio poner,
   sin abrazos, ni besos de mejilla
       en las pesadillas abandonado me quedé.
   ¡Oh cama! Nunca te he conocido
            y ya te pongo verde.
          Ojalá estuvieras aquí,
      conmigo,
       bajo el solitario puente.
            Tengo frío, ¿por qué no existes?

    Quiero verte.







Por Edgar Kerouac.

Otoño, ¿dónde están tus flores?


Reunidos los jinetes, no en cuerpo, sí en mente. Joaquín espira una pregunta que no podía seguir apresando en su coraza de cristal, “¿Qué preferís, ver  crecer las flores en primavera, o verlas caer en otoño?”.
La pregunta me la trajo en volandas el viento, igual de rápido que a un running back un pase de Kaepernick, y no miento si digo que se paralizó el tiempo. Algún lustro debió pasar, mas el reloj, anudado con cinta aislante a mi muñeca, me llevaba la contraria. Según él, sólo habían transcurrido unos míseros diez segundos.
El alma del alma de mi corazón zarandeó, abofeteó y mandó callar a esa masa viscosa de kilo y medio y falto de sentimientos, que algunos se empeñan en llamar cerebro. Silenciado el cerebro respondí, “quiero las flores que crecen en otoño”.
Al cuerno las rosas, los tulipanes, las indecisas margaritas, con sus ahora te quiero, ahora no te quiero. Al infierno con los girasoles, siempre riéndose de mí, girando el sol y colocándolo bocabajo. Adiós caléndulas, claveles, gardenias, narcisos y lirios. Adiós a todas, hasta nunca.
No hay emoción equiparable a ver nacer flores en otoño. Crecen solitarias y perfectas, como las barbas de los mendigos, obras maestras que no requieren un barbero que les poden y cuiden. Las flores que crecen en el cemento o en las tumbas de los muertos. Las que se retuercen de frío a tallo descubierto y lloran savia, pero no de alegría. Esas que nunca llegarán a unas manos cálidas en forma de ramo. Aquellas que serán pisoteadas por niños sin sueños con zapatos repletos de barro. Flores poeta que nunca podrán escribir porque no tienen manos. Las que crecen en la sombra y sólo la luna las alumbra con su brillo omnipresente. Hermanas feas de aquellas que se pavonean en primavera, y luego tienen que aguantar verlas suicidarse en otoño, cayendo y muriendo sin gracia, sin afrontar el tango de la muerte con el crudo otoño. Quiero las flores del mal tanto o más que Baudelaire. Quiero que crezcan las flores de otoño otra vez.
¡A la mierda! Todas esas débiles que viven del halago constante. Las flores de primavera son como los ricos, siempre quieren más. En lugar de dinero quieren mimo, cada día un mejor cuidado, una mayor cantidad de piropos. Más sol, más agua, una parcela de tierra más grande y esponjosa, más y más y más. Quieren que nos arrodillemos ante ellas y les besemos las raíces, un Cosmopolitan agitado, no removido. Que les pintemos las pestañas de sus pétalos, que les masturbemos, incluso necesitan este etcétera que acabo de escribir.
Las flores de primavera no conocen la soledad, y no me refiero a la edad del sol, sino a la capacidad de no requerir compañía para existir. Las de otoño saben arreglárselas sin nosotros, saben que si de ellas mismas no se valen, serán como si no existieran. Algún día gobernarán el mundo desde el silencio, sin necesitar gobernarlo. Ese día estaré allí, viéndolas brotar unas a otras en mutismo absoluto.
Brindo por las flores de otoño, por saber respetar y amar su tristeza. Por disfrutar las cosas difíciles. Por adaptarse en contra de lo establecido en la comunidad de las flores. Por ser fuertes sin hacer alarde de ello. Brindo por ellas, por ser espejo de almas errantes y heridas.
Ahora que la cinta aislante comienza a despegarse de mi endeble muñeca, arrancándome el bello y haciéndome gritar cual recién nacido tras el cachete de la matrona, me vuelvo a percatar que en el reloj sólo han pasado treinta segundos. O el tic tac está dormido o yo tengo demasiada prisa. La primavera aún no se ha ido. Escucho las flores y sus risas.




¡Me odian las flores de primavera! porque a mí no me conquistan. Yo también las odio, porque en el fondo no puedo odiarlas.   





Por Edgar Kerouac. Mención especial a Kino, mi amigo, mi jinete. Gracias por inspirarme con tus preguntas.

     

Nevermore


Me despertó el goteo de una cañería mojándome los calzones. Todos mis grandes relatos echados a perder, empapados de agua sucia. Mis palabras reducidas a tinta corrida e ilegible. Asesiné las legañas de mis ojos, no sin dolor. Con el ojo medio abierto, vi una pluma negra sobresalir de la solapa de la americana color marfil. Me acerqué hacia la pluma sin recuerdo alguno del día anterior. Con cuidado y boquiabierto, con dedo índice y pulgar -como si de un forense en la escena de un crimen se tratara- la cogí y empecé a analizarla con mi ojo bueno, el izquierdo. Negra azabache, como la oscuridad de un subterráneo sin puertas ni ventanas. Tan bella como maldita, así era la pluma que aguantaba en la mano.

Hipnotizado por aquella misteriosa pluma, paseé dando círculos imaginarios por mi pequeño, descuidado y solitario apartamento, intentando encontrar en los cajones y armarios la memoria perdida.

Continué caminando hasta que pasé rozando un espejo que tengo, no de esos diminutos, sino uno en el que puedes ver tus miserias de pies a cabeza. Al pasar, de reojo dilucidé una figura extraña reflejada en el espejo. Me invadió un escalofrío que me hizo sudar miedo. No tenía valor para enfrentarme al espejo, entonces una fuerza sobrehumana surgió de la pluma -que seguía sujetando entre mis dedos- y me colocó frente al espejo.

Mis ojos permanecieron cerrados, ¡estaba cagado de miedo! La pluma comenzó a desprender calor e irremediablemente las persianas de mis ojos se abrieron. En aquel espejo no me reflejaba yo, frente a mí Edgar Allan Poe.


Cayó de mi mano, se transformó en un majestuoso y terrorífico cuervo que comenzó a picotearme las costillas de mi lado izquierdo del cuerpo. Un “nevermore” ensangrentado quedó tatuado en mí. Nunca más he vuelto a ser el mismo. Nunca más he vuelto a escribir.




Por Edgar Kerouac.

jueves, 28 de agosto de 2014

Lego


 Una niña que apenas sabía de la vida, montó un pequeño puesto de madera de arce negundo, entremezclando tablas en buen estado con tablas podridas. Las tablas podridas eran sus preferidas, olían a todo lo que fueron antes de morir, pero la niña pensaba ciegamente que nunca se muere completamente, el recuerdo de aquello que muere siempre permanece vivo. En cada una de esas tablas podridas -si aquella niña te dejaba acercate- podías oír el cantar de petirrojos, cucos y ruiseñores que un día dormían -y despertaban- en aquellos negundos. 
 
  Un comercio sin jefes ni empleados, sin dinero, sólo trueque. Un comercio sin comercio, pura supervivencia. Ambas partes necesitaban esos bienes, y eso hacían, sobrevivir. Aquella niña, no poseía un puesto de limonada, ni de intercambio de cromos de los mejores quarterbacks de la NFL, ni siquiera de algodón de azúcar, como el resto de niños. Aquella niña intercambiaba ego por piezas de lego.
 
  Su negocio crecía tan deprisa como la envidia en el ser humano y las malas hierbas allá donde no da el sol. Pronto las colas alrededor de su puesto de madera podrida se hacían más y más extensas. La gente se agolpaba, se intentaban colar, se peleaban unos con otros, incluso entre amigos y familiares. Era triste ver como un nieto apaleaba a su propio abuelo sin compasión, hundiendo su arrugada cara contra el nada acolchado cemento. El sonido del crujido de aquella dentadura postiza sigue vivo en mis oídos y mi piel, igual que la imagen de una madre mordiendo a su hija, como si no hubiese comido en siglos. Todo por adelantar un puesto, por llegar antes ante aquella misteriosa niña. La gente moría en aquella interminable cola. Morían sin gloria, como hacemos la gran mayoría de personas. Unos morían asfixiados, otros por inanición, unos desangrados, otros se volvían locos por no dormir y se ahogaban en su propia locura, sin encontrar cura alguna. Los que seguían en pie, robaban a aquellos que iban cayendo al frío, gris y solitario suelo con sus cajas de lego, aun aferradas a sus rígidas y difuntas manos. Los que aun seguían vivos -o más que vivos, respirando- no tenían miramientos ni con los vivos ni con los muertos.

 Yo me encontraba alejado de toda aquella muchedumbre, jamás vi a la niña, no vi su aspecto, sólo escuché hablar de ella. Mis curiosas neuronas me hicieron saber de ella. Y no miento, si admito que saboreé cada palabra de aquellas y aquellos seres sedientos de ego.

 Mis compatriotas -los poetas- y yo, hablábamos con aquellos que buscaban el trueque con tanta ansia. Por aquél entonces, en aquellos años que pasaron como días, no nos importaba el color del cielo o si seguía estando allí arriba o había desaparecido; tampoco las enfermedades, o los futuros viajes y países que recorreríamos, sólo nos importaba lo que ocurría en la manzana en la que nos encontrábamos. Únicamente nos gustaba hablar con aquellos instrumentos estropeados de carne y hueso, ver el caos y la derrota en sus ojos, y escuchar la funesta melodía que les acompañaba en sus talones. Supongo que nos hacían sentirnos iguales por una vez, metidos en el mismo saco, en la misma ciénaga de miseria existencial. La diferencia entre ellos y nosotros, radicaba simplemente en un carboncillo y un papel. Nosotros matamos nuestros dragones sobre el blanco, inerte y vacío papel, dotándolo de muerte. Los poetas somos serpientes que mudan su piel sobre el papel. Aquella gente buscaba en el ego -que aquella niña intercambiaba-, lo que nosotros encontrábamos en el solitario folio.

 Dicen que aquella niña construyó un mundo completamente nuevo, con todas las piezas de lego que consiguió mediante el trueque. Nunca lo vi con mis ojos, no me creáis, yo no lo haría. Un ser con la incertidumbre por bandera no merece ser creído, así que me limito a que me escuchéis y olvidéis. Dicen que la niña era poeta, que ofreció todo lo que no podía darse a sí misma a cada uno de esos seres babosos y demacrados. Demacrados por un ego propio demasiado descuidado. Ese ego que te resucita cuando las lágrimas ya han llegado a mar abierto y te hunde cuando vas a rozar la Luna. Buscaban intercambiar aquello que no supieron alimentar. Porque el ser humano es experto en llegar tarde a lo que ya está perdido, a comprar el billete cuando el tren ya se ha ido, a pedir perdón sin sentido. Y Dios nos bendijo con el don de la esperanza, y eso es lo que les quedaba a aquellos malditos desgraciados. Una última esperanza, depositada en una niña, la cual no sabía el significado de la misma.

 Dicen que la niña -en su mundo de lego- sigue escribiendo, expulsando sus demonios sobre las hojas cuadriculadas de un cuaderno infantil. Esas hojas empapelan -a modo de póster continuo- las paredes de lego. Cada día mira esos fantasmas y continúa dando su ego. Sin miedo. Con una sonrisa misteriosa, que quizás oculte una felicidad demasiado grande para un cuerpo tan pequeño o quizás unos hombres del saco del tamaño de un chino imperio.

 Yo sigo bajo un alcornoque podrido, que huele tanto a él como a mí. Esperando escribir la primera palabra de este cuaderno infantil. Sin prisa. La palabra es menos rápida que el viento, pero más profunda. Y entonces espero. Sin saber si esa niña existe. Sin saber si mi alma se desviste. Sin saber si el resto de poetas soy sólo yo. Sin saber si acabaré haciendo cola, con una caja de lego de 182 centímetros de estatura, tan alta como yo. Para llenar mi vacío cuerpo, como vacía está la página que ahora mismo miro. Sin saber si esa niña sólo necesita que le pregunten cómo se llama. Pero...¿y cómo me llamo yo?

                                                         Sólo sé que mi ego os lego.






Por Edgar Kerouac, con el ego en el pincel y las palabras que desvelo.

viernes, 1 de agosto de 2014

Quizases


Lo malo y bueno de la vida es que además de blanco y negro y de síes y noes, hay grises y quizases. Todo o nada es posible mientras no se decida, como pensaría Mr.Nobody, o el gato de Schrödinger tantas veces vivo y muerto al mismo tiempo. Nos obligan a elegir, porque hemos dividido al mundo en tiempo y dinero, sin espacio para dudas ni dubitaciones sinuosas. Sólo cabe la claridad y contundencia del sí y el no, o de la mar cristalina que nos permite hallar desde fuera las maravillas de su interior; pero sin hueco para un sino, para las preguntas sin respuesta, para los rodeos inescrutables del pensamiento humano. 

La toma de decisiones, las innumerables elecciones que debemos tomar en nuestras miserables existencias, acabarán matándonos. Aumentan el número de personas deprimidas, con niveles de estrés rozando las nubes de un cielo que nunca saborearemos. Consecuencias de elegir, de seguir un camino y arrepentirnos de no haber elegido otro, u otro, u otro...confundiéndonos sin saber si hacer caso a la razón o a su antónimo hermano, el corazón.
  
Así transcurre la vida, volando sin mirar por nosotros, sin instrucciones que seguir, ni lecciones que aprender. Sólo somos habitantes de paso, huéspedes de algo al que no le importamos nada. Y no dejamos de entristecernos por no saber qué hacer, todo está bien mientras no demos pasos. Mas el viento nos empuja hacia delante, y la luna, su brillo y su encanto nos embauca y nos llena de valor para decidir. Tras la puesta de la luna, llega el sol, con su luz, y volvemos a tener miedo por mirar atrás y no saber si habremos elegido bien.

Pero qué clase de estancia tendríamos -en este inmenso mundo- sin elecciones. Es increíble ser consciente de que las -correctas o erróneas- decisiones son fruto de nuestros efímeros yoes, nuestra potestad para elegir es dolorosa y bonita a la vez. Nadie dijo que la libertad fuese sencilla, pero todos sabemos que es innegociable. 
 
Sería verdadera gloria quedarnos quietos sin movernos y soñar todos nuestros presentes y futuros posibles. Sin elecciones, sin presiones, sin revolucionar nuestra alma y que -como consecuencia- se rompa en mil pedazos demasiado temprano. Sin embargo, sólo sería eso, sueños, imaginaciones no palpables. Los sueños son maravillosos, y es necesario tenerlos, pero allá donde estén las emociones a flor de piel, que huyan toda clase de sueños. 
 
Y de este modo, seguiré tomando decisiones, eligiendo caminos incorrectos, confundiéndome y hurgando en mi corazón cerebral, para acabar llorando cuando llega la breve felicidad. Indescifrable sensación, esencia fugaz que llena el organismo de paz exaltada, exterminadora de preguntas atemorizantes, la droga con las que nos bendice nuestra camello, la vida, eso es mi felicidad.



Pero...guardaré algún “tal vez”, para reunir en esos diminutos puzzles la esencia de todas las posibilidades juntas. 







Escrito, tal vez, por Edgar Kerouac. 

Etapa


La carrera de fondo terminó. Cinco años que parecían un mundo al inicio y ahora parecen un bostezo, un parpadeo fugaz, un suspiro sin respiro, sin inicio, pero con final.

Y no me siento más importante, ni siquiera diferente, por supuesto no más sabio, pero sí infinitamente ignorante.

Ahora los pasos -que en un principio pensaba que serían firmes- son sinuosos y endebles, y el camino carece de asfalto y no se le espera llegar. Sin farolas que iluminen y dejen claro el trayecto, sin un perro guía que me ayude con esta ceguera.

Hubo (hay y habrá) unos jinetes con los que troté, sobre harapientos y débiles corceles durante este tiempo. Unos jinetes que me enseñaron a matar al tiempo, a llegar donde la mente impide llegar, a que la distancia no destruye la amistad.

Ahora, con licencia en mano, debo tener respuestas a preguntas y problemas, los cuales creo que no se solucionan entregándoles mis poemas. La responsabilidad de otras vidas, sin saber si lo soy con la mía.

Esta vida que nos ha tocado, son etapas, unas de corta duración, otras que nunca acaban. Algunas encienden cerillas en nuestros esternones, incendiándonos como luciérnagas pululeantes, incitándonos a saltar acantilados sensoriales y océanos de paja; sin embargo otras, sólo pasan al olvido, y qué triste es caer en el olvido, no ser recordado para nadie, ni siquiera para ti.

Paso a cerrar la tapa de la caja en la que guardo estos cinco años. ¿Qué olvidaré mañana? ¿Qué imágenes y sapiencias aparecerán mientras dormito despierto? Sólo sé que -como mis jinetes- soy un extraño en esta profesión, en este mundo en el que decidimos sumergirnos y el cual ahora pertenecemos sin pertenecer. Y no deseo ser el mejor, ni siquiera un igual, sólo aportar odiseas nuevas a este mundo el cual queda mucho por explorar.

La arena sigue cayendo sin cesar, la vida se acorta, la memoria deja hueco a nuevas personas, suprimiendo a antiguas...así de cruel es la esfera azul en la que habitamos.


¡Auf Wiedersehen! Hasta que los senderos -que siempre son circulares- vuelvan a posicionarnos frente a frente. 





Sellado por Edgar Kerouac. 

Brillo Cegador


  Brillo cegador.

A un palmo de mi nariz la nada, estupefacto y paralizado cada músculo, cada idea. Diminutos puntos blancos se posan en las cuencas de las cuencas de mis ojos. Rígido, abro los ojos sin poder hacerlo. Tras mis párpados cerrados, rayos de luz de paz o guerra. El tiempo queda destruido, igual que el viento y el soplido de los dioses que existen sin existir. Pero el vacío sigue allí, o quizás esté dentro, en mi interior, y yo soy el ánfora que le da cobijo.

Nadie grita, ni habla, ni siquiera un susurro que no sea mío. El silencio es nadie y nadie me abraza con su voz en la soledad tibetana involuntaria de mi ser.

No hay venda, ni manos que oculten mis ojos, no hay alguien que fuerce que mis ojos sigan cerrados, pero así siguen. Me siento en un cubículo diminuto, el cual no veo, sólo lo percibo y llueve miedo en mí. Tal vez perdí los ojos de ver lo que no quería, puede que los vendiese a alguien que los supiera utilizar, quizá los tragué para mirar donde nadie miró.

Un árbol me contó un día un secreto, pero no entendía el lenguaje de los árboles y no pude descifrar qué quería compartir conmigo. Ahora que los cristales de mis ojos están tintados de negro, he alcanzado el mensaje del árbol. Traducido queda:

                                                                                  Sin ojos
                                                                           siento el viento.
                                                                                  Sin ojos
                                                                   oigo el cantar del gorrión.
                                                                                  Sin ojos
                                                                   toco el centro del mundo
                                                                     y por él me dejo tocar.
                                                                                  Sin ojos
                                                               veo lo que tú dejas de mirar.


Al encajar las piezas de un puzzle sin fin se entrecruzan sensaciones dispares. La incrédula felicidad de la imagen hallada y la tristeza del hallazgo. Consciente del incómodo vacío y feliz por al fin poder verlo, me desmorono hacia la mina más profunda del universo y, a la vez, alcanzó la cima de nubes sólidas. 





Por Edgar Kerouac. 

lunes, 14 de julio de 2014

Noche de verano, el mosquita pica en el alma.

Que a veces la soledad me abruma,
entrando de noche por mi ventana,
 sin permiso, y
 como esos mosquitos,
pica sobre mi piel,
dejándome un escozor que aunque intente paliarlo
 no lo consigo.

Que ya no sé si quiero un abrazo
 o un polvo,
y mucho menos que es lo que más
 necesito,
pero hace tiempo ya de los dos
y me siento
vacío.

Que no sé lo que quiero,
 y mucho menos lo que no.
 Que añoro unos besos que nunca
me dieron
 igual que aquellos que sí,
 que se acercaron lentamente a mis labios.
Que mata más el recuerdo
de lo que no sucedió,
que del pasado. 
Que tal vez seas de otro
y no pueda hacer nada,
o yo no me atreva.

Que este poema se acaba,
 y sigo igual de perdido.
Que necesito un trago,
y empiezan a ser demasiados.
Que el calor me abraza,
 pero no son tus brazos.



                                                          Que que que….


Por Carlos Pelerowski

jueves, 12 de junio de 2014

Un nuevo soñador


Una nueva visita,
un nuevo soñador,
porque los sueños
no son sueños,
son lo que son.
Si entras en nuestras letras,
no esperes lo mejor,
somos dos locos
buscando no tener razón,
abriendo nuestros cuerpos en canal,
floreciendo con palabras
lo que sentimos,
nada más.

Autoproclamados Beats
pero malditos como
Rimbaud, Baudelaire,
Verlaine o Keats.

Somos lo que escribimos
y escribimos para vivir.
Y ¡tú! soñador que estás ahí,
inspirando nuestro alma en silencio,
escondiéndote del bullicio de tus problemas,
de los pájaros ruidosos -de petroleo- que vuelan,
de los trabajos sin sentido,
de un paraíso demasiado caro,
del hombre o la mujer a la que amas
y que jamás se lo has contado...

Os prometemos que no os daremos la solución,
sólo somos dos locos escribiendo,
intentando salir como vosotros
de nuestra prisión.




Por Edgar Kerouac.

miércoles, 11 de junio de 2014

Cut-Up Inspirado


¡Ai pájaro! ¡No tienes un Avatar! O ¿crees que no te conozco?
¡Conciencia, hablas como una meteoróloga!
¡Literatos!¡Ved el sol!
¡Cuidado! Matan los modelos de comunicación.
Asimilando, mientras lo decía,
que Winston en mis pulmones vivía.
Narigudo, narigudo ¡no habían zapatos mejores!
Chsss ¡Idiota!¡Qué dos calaveras pueden tener corazón!
¿Serás capaz de darte cuenta del cambio?


Porque los cambios son energía, alguien te toca con su dedo índice y hace estallar cada una de tus venas y arterias, y no por solapamiento de sangre, sino de electricidad. Te iluminan como si fueses un árbol de navidad repleto de lucecitas de variopintos colores. Y esa energía no viene de la destrucción, es pura creación transformadora. Modifica tus enlaces neuronales y sigues siendo tú, pero una versión avanzada de ti mismo, la cual seguramente no sea mejor, ni probablemente peor. Son experiencias datificadas y reunidas en pequeños bloques de memoria, salvaguardados por los cinco perros de los sentidos. Ese cambio que es energía y es tiempo, es inevitable, como respirar. Nunca es un paso atrás. Somos temerosos al cambio, pero están a la orden del día. No temáis, ellos os temen más a vosotros. 




Por Edgar Kerouac. Inspirado por las palabras de la Reina electricidad, que modifica y produce cambios en la vida real.