La
gente exaltada. Grito va, grito viene. La plaza a rebosar, en
taquilla carteles de 'Entradas agotadas'.
El
torero empieza a sudar, aunque los nervios no han empezado ahora,
lleva una semana con pesadillas, imaginando al toro con el que ahora
le toca enfrentarse. Su traje de luces, no sólo le oprime el pene,
también el alma que intenta huir de allí.
 En el
otro bando se encuentra el toro. Éste no cuenta con el apoyo de
nadie de la plaza, nadie le aclama, nadie vela por él, es el único
que está totalmente solo. Sabe que va a morir, lo huele su más de
media tonelada de músculo y belleza. Embiste la puerta de madera que
tiene frente sus ojos, no por agresividad, sino por claustrofobia. 
 Las
agujas del reloj parecen paradas, todo ocurre a cámara lenta. Al
torero no le pesa el capote, la muleta, el estoque o la puntilla, su
única losa es la presión, y a cada segundo se aferra más a su
cuerpo, manteniéndolo inmóvil. 
 La
plaza continúa en ebullición. Un comentario es común en todas las
conversaciones allí presentes. Todos coinciden en la valentía de
los toreros, dicen que están hechos de otra pasta, quizá de
mercurio, tal vez de polvo de estrella o de avena diluida en agua. La
cuestión es que en la plaza no hay otro sentimiento que respeto y
admiración hacia el diestro -aunque en este caso es zurdo-. Sin
embargo, no hay nadie en la plaza que saque a relucir la valentía
del toro. El toro se enfrenta al torero sin más armamento y
protección que su propio ser. En cambio, el torero, cuenta con el
estoque, la puntilla, los picadores, los banderilleros y sus
utensilios de defensa-distracción como la muleta y el capote.
Ciertamente, ese enfrentamiento cara a cara entre torero y toro no es
de uno contra uno, pues los banderilleros acuden al rescate del
torero cuando éste lo precisa, incluso puede resguardarse en el
burladero para protegerse del toro. El toro no cuenta con un
burladero propio, ni banderilleros que le protejan cuando su propia
sangre se derrama y cae en sus ojos impidiéndole ver con claridad.
Es verdad -como bien apuntaba Darwin- que la teoría de la evolución
es poderosa y sabia, y tanto toros como personas (toreros) han ido
evolucionando para lograr mantenerse vivos, continuar sobreviviendo
en este mundo que antes fue plano y ahora es redondo. Por tanto, el
toro cuenta con su bravura, su potencia física y sus cuernos -en
ocasiones se los acortan-, y el torero, cuenta con su cerebro. El
cerebro de un torero sabe que en una lucha cuerpo a cuerpo no logrará
sobrevivir, y sabiendo de su completa inferioridad respecto al toro,
se arma de un pequeño ejército de secuaces y de armamento
aniquilador. 
 Entonces
empieza todo. La gradería se emociona más si cabe, los gritos
retumban en los pueblos colindantes, menos para el torero, que se ha
hecho el silencio. No existe silencio más rotundo que el instante en
el que el toro sale al ruedo y fija su mirada en el torero. Un
silencio que suena a la absoluta nada, en el que el lidiador sólo
siente el bombeo atronador de su corazón, repartiendo sangre
renovada a velocidades comparables a un infarto. 
 El
espectáculo se sucede. El toro sólo quiere escapar, pero no puede.
Encerrado en un castillo circular, con miles de personas esperando su
muerte. El toro, mientras corre por la plaza, se pregunta cuándo ha
sido su juicio y de qué está acusado. Exactamente no sabe dónde
está, pero imagina que en algún país donde la pena de muerte está
permitida. 
 Rápidamente,
el toro se da cuenta que no hay escapatoria y sólo queda la batalla,
mas es suficientemente sabio para adivinar que aunque venza morirá.
Es en ese preciso instante cuando el toro se debate en un dilema
existencial 'Si logro vencer a mi contrincante no conseguiré otra
cosa que, seguidamente, me maten a mí. Si, por el contrario, pierdo,
únicamente moriré yo'. Sin embargo, el toro está entrenado
para que dé espectáculo, debe ser una grandiosa obra de arte, un
poema que te destripe por dentro, debe ser el tango de la muerte -el
de verdad-, en el que siempre hay alguien que muere. Eso es lo que
toro hace, bailar. No deja de mostrar su bravura innata, el perfecto
equilibrio entre una musculatura confeccionada a partir de work
out en prados y una velocidad de
vehículo a motor. 
 Están
prácticamente pegados. Torero
y toro. El traje de luces empapado de victoria roja, pero también
agujereado de una cornada en el costado. Ambos siguen en pie frente a
frente. El toro sigue bailando -incansable- al son del capote del
torero, ahora un tango, ahora un vals, ahora un tango y un cha cha
chá. Están en una burbuja, no hay más consciencia para ambos que
el ser que tienen delante de sus ojos. No hay recuerdo, olvido,
mañana ni dolor, sólo aguantar un segundo más. Arremetida, tras
arremetida, no hay engaño sin una nueva acometida. 
 El cuerpo es más débil que la mente, y aunque el toro no está
preparado para que llegue su momento, su cuerpo discrepa. Arena
bañada en sangre. El pelaje -azabache- del bovino está mojado, más
que de su propia sangre, de incredulidad por verse en la situación
en la que se encuentra. Está a punto de arrodillarse, pero no
quiere, se tambalea y lucha contra sus hemorragias internas, más de
lo que ha combatido contra el torero. Se niega a rendirse, no por
orgullo, no por supervivencia, sino porque espera que la plaza
recapacite y le dejen vivir en paz. Nadie recapacita, no hay perdón,
miles de Césares presentes en ese coliseo muestran su pulgar hacia
abajo. No hay clemencia. El toro cae en contra de su espíritu. 
 En la mente del torero se dibuja una estocada de ensueño, perfecta
como un diamante recién pulido. No por evitar el sufrimiento del
toro -que quizás ocupe el tercer o cuarto lugar- sino por lograr una
ovación antológica, salir de la plaza manteado en nubes de brazos y
estar cerca del cielo por un momento. Justo antes que el estoque
final atraviese al toro, las miradas se conectan, el toro mira al
torero y viceversa, ninguno primero, ninguno después, una simbiosis
sin igual. Ocurre la magia, las mentes se trasladan al cuerpo vecino.
El torero ahora siente lo que siente el bovino, siente su
inferioridad numérica, su inmensa soledad, su tremenda valentía por
intentar seguir erguido, cuando está prácticamente consumido.
Entonces recuerda de los comentarios que afirman que los toros no
existirían si no fuese por el toreo, y se pregunta si es mejor vivir
para morir cruel e indiscriminadamente, sin oportunidad alguna de
redención, aun logrando “vencer” en aquello para lo que te han
criado, o, por otro lado, no existir.  
 Atraviesa la piedra de David a Goliat, cae la honda en la mullida
arena, se desborda la sangre, pero la estocada ha sido mala. Goliat
sufre. Sangra por la nariz. Apenas puede respirar. Agoniza. El torero
se tambalea hacia atrás, siendo consciente de lo que acaba de
ocurrir. Gira 360º, otros 360º más y otra vuelta y otra vuelta. La
plaza silba, quieren una nueva estocada. El matador está confuso,
mira a la gente, mira al toro, se mira a sí mismo. Tarda en
reaccionar. Sus ayudantes se acercan, le preguntan si puede
continuar. Sin responder, el torero agacha la cabeza y se marcha. 
 Pañuelos blancos en la plaza, el viento los mueve al ritmo de una
canción triste, una de esas de otoño y de muerte. El torero vuelve
la mirada hacia el toro antes de desaparecer del ruedo. Éste en su
último hálito, no mira a los que ahora van a ser sus verdugos,
continúa mirando al torero, pues aunque no ha conseguido la
clemencia del público, ha transformado las entrañas del diestro.
 
 No
hubo acusación, ni juicio, ni sentencia...tampoco habrá funeral. 
Por Edgar Kerouac.