miércoles, 7 de octubre de 2015

Toro


La gente exaltada. Grito va, grito viene. La plaza a rebosar, en taquilla carteles de 'Entradas agotadas'.

El torero empieza a sudar, aunque los nervios no han empezado ahora, lleva una semana con pesadillas, imaginando al toro con el que ahora le toca enfrentarse. Su traje de luces, no sólo le oprime el pene, también el alma que intenta huir de allí.

En el otro bando se encuentra el toro. Éste no cuenta con el apoyo de nadie de la plaza, nadie le aclama, nadie vela por él, es el único que está totalmente solo. Sabe que va a morir, lo huele su más de media tonelada de músculo y belleza. Embiste la puerta de madera que tiene frente sus ojos, no por agresividad, sino por claustrofobia.
Las agujas del reloj parecen paradas, todo ocurre a cámara lenta. Al torero no le pesa el capote, la muleta, el estoque o la puntilla, su única losa es la presión, y a cada segundo se aferra más a su cuerpo, manteniéndolo inmóvil.

La plaza continúa en ebullición. Un comentario es común en todas las conversaciones allí presentes. Todos coinciden en la valentía de los toreros, dicen que están hechos de otra pasta, quizá de mercurio, tal vez de polvo de estrella o de avena diluida en agua. La cuestión es que en la plaza no hay otro sentimiento que respeto y admiración hacia el diestro -aunque en este caso es zurdo-. Sin embargo, no hay nadie en la plaza que saque a relucir la valentía del toro. El toro se enfrenta al torero sin más armamento y protección que su propio ser. En cambio, el torero, cuenta con el estoque, la puntilla, los picadores, los banderilleros y sus utensilios de defensa-distracción como la muleta y el capote. Ciertamente, ese enfrentamiento cara a cara entre torero y toro no es de uno contra uno, pues los banderilleros acuden al rescate del torero cuando éste lo precisa, incluso puede resguardarse en el burladero para protegerse del toro. El toro no cuenta con un burladero propio, ni banderilleros que le protejan cuando su propia sangre se derrama y cae en sus ojos impidiéndole ver con claridad. Es verdad -como bien apuntaba Darwin- que la teoría de la evolución es poderosa y sabia, y tanto toros como personas (toreros) han ido evolucionando para lograr mantenerse vivos, continuar sobreviviendo en este mundo que antes fue plano y ahora es redondo. Por tanto, el toro cuenta con su bravura, su potencia física y sus cuernos -en ocasiones se los acortan-, y el torero, cuenta con su cerebro. El cerebro de un torero sabe que en una lucha cuerpo a cuerpo no logrará sobrevivir, y sabiendo de su completa inferioridad respecto al toro, se arma de un pequeño ejército de secuaces y de armamento aniquilador.

Entonces empieza todo. La gradería se emociona más si cabe, los gritos retumban en los pueblos colindantes, menos para el torero, que se ha hecho el silencio. No existe silencio más rotundo que el instante en el que el toro sale al ruedo y fija su mirada en el torero. Un silencio que suena a la absoluta nada, en el que el lidiador sólo siente el bombeo atronador de su corazón, repartiendo sangre renovada a velocidades comparables a un infarto.

El espectáculo se sucede. El toro sólo quiere escapar, pero no puede. Encerrado en un castillo circular, con miles de personas esperando su muerte. El toro, mientras corre por la plaza, se pregunta cuándo ha sido su juicio y de qué está acusado. Exactamente no sabe dónde está, pero imagina que en algún país donde la pena de muerte está permitida.

Rápidamente, el toro se da cuenta que no hay escapatoria y sólo queda la batalla, mas es suficientemente sabio para adivinar que aunque venza morirá. Es en ese preciso instante cuando el toro se debate en un dilema existencial 'Si logro vencer a mi contrincante no conseguiré otra cosa que, seguidamente, me maten a mí. Si, por el contrario, pierdo, únicamente moriré yo'. Sin embargo, el toro está entrenado para que dé espectáculo, debe ser una grandiosa obra de arte, un poema que te destripe por dentro, debe ser el tango de la muerte -el de verdad-, en el que siempre hay alguien que muere. Eso es lo que toro hace, bailar. No deja de mostrar su bravura innata, el perfecto equilibrio entre una musculatura confeccionada a partir de work out en prados y una velocidad de vehículo a motor.

Están prácticamente pegados. Torero y toro. El traje de luces empapado de victoria roja, pero también agujereado de una cornada en el costado. Ambos siguen en pie frente a frente. El toro sigue bailando -incansable- al son del capote del torero, ahora un tango, ahora un vals, ahora un tango y un cha cha chá. Están en una burbuja, no hay más consciencia para ambos que el ser que tienen delante de sus ojos. No hay recuerdo, olvido, mañana ni dolor, sólo aguantar un segundo más. Arremetida, tras arremetida, no hay engaño sin una nueva acometida.

El cuerpo es más débil que la mente, y aunque el toro no está preparado para que llegue su momento, su cuerpo discrepa. Arena bañada en sangre. El pelaje -azabache- del bovino está mojado, más que de su propia sangre, de incredulidad por verse en la situación en la que se encuentra. Está a punto de arrodillarse, pero no quiere, se tambalea y lucha contra sus hemorragias internas, más de lo que ha combatido contra el torero. Se niega a rendirse, no por orgullo, no por supervivencia, sino porque espera que la plaza recapacite y le dejen vivir en paz. Nadie recapacita, no hay perdón, miles de Césares presentes en ese coliseo muestran su pulgar hacia abajo. No hay clemencia. El toro cae en contra de su espíritu.

En la mente del torero se dibuja una estocada de ensueño, perfecta como un diamante recién pulido. No por evitar el sufrimiento del toro -que quizás ocupe el tercer o cuarto lugar- sino por lograr una ovación antológica, salir de la plaza manteado en nubes de brazos y estar cerca del cielo por un momento. Justo antes que el estoque final atraviese al toro, las miradas se conectan, el toro mira al torero y viceversa, ninguno primero, ninguno después, una simbiosis sin igual. Ocurre la magia, las mentes se trasladan al cuerpo vecino. El torero ahora siente lo que siente el bovino, siente su inferioridad numérica, su inmensa soledad, su tremenda valentía por intentar seguir erguido, cuando está prácticamente consumido. Entonces recuerda de los comentarios que afirman que los toros no existirían si no fuese por el toreo, y se pregunta si es mejor vivir para morir cruel e indiscriminadamente, sin oportunidad alguna de redención, aun logrando “vencer” en aquello para lo que te han criado, o, por otro lado, no existir.

Atraviesa la piedra de David a Goliat, cae la honda en la mullida arena, se desborda la sangre, pero la estocada ha sido mala. Goliat sufre. Sangra por la nariz. Apenas puede respirar. Agoniza. El torero se tambalea hacia atrás, siendo consciente de lo que acaba de ocurrir. Gira 360º, otros 360º más y otra vuelta y otra vuelta. La plaza silba, quieren una nueva estocada. El matador está confuso, mira a la gente, mira al toro, se mira a sí mismo. Tarda en reaccionar. Sus ayudantes se acercan, le preguntan si puede continuar. Sin responder, el torero agacha la cabeza y se marcha.

Pañuelos blancos en la plaza, el viento los mueve al ritmo de una canción triste, una de esas de otoño y de muerte. El torero vuelve la mirada hacia el toro antes de desaparecer del ruedo. Éste en su último hálito, no mira a los que ahora van a ser sus verdugos, continúa mirando al torero, pues aunque no ha conseguido la clemencia del público, ha transformado las entrañas del diestro.




No hubo acusación, ni juicio, ni sentencia...tampoco habrá funeral. 




Por Edgar Kerouac.

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