Steve era todo lo que su padre odiaba.
Era enclenque, no valía para los deportes y le interesaban más como
hacer un bizcocho que el fútbol. Además, apenas tenía amigos y
contínuamente le pegaban en la escuela. Su padre le aborrecía.
Cuando John lo miraba, sentía ganas de empujar a su propio hijo. El
era un veterano de Indochina, y Steve era lo que se llamaba en
aquella época un queer, un maricón. Así, cuando el pequeño y
tímido Steve cumplío la mayoría de edad, su padre le cerró la
puerta para no abrirla nunca más.
La primera experiencia de Steve con
otro hombre fue cuando tenía catorce años. El profesor de Educación
Física se acercó una tarde en los vestuarios, y le arrinconó en
las duchas. Le dijo que si quería aprobar debería ganarse la nota.
Tenía que chupársela. Steve no quería, pero era débil y no podía
con el profesor. Acabó haciéndolo una vez por semana durante todo
el curso. No era algo que le gustaba, pero tampoco le gustaba saltar
al potro o jugar a balón prisionero.
La primera vez que Steve se drogó
tenía doce años. No podía aguantar los gritos de su padre y las
palizas que éste le propinaba a su madre, asi que se fue lejos
durante unas horas. Compró un bote de pegamento, lo echó en una
bolsa, y esnifó. Así comenzó una espiral que le llevaría a las
anfetaminas, y más tarde, al caballo.
Cuando Steve se vio sólo y sin ningún
sitio a donde ir, hizo lo que entendió era lo más lógico. Se
convirtió en un chapero más de aquel maloliente barrio de Los
Ángeles. Cobraba 5 dólares por una mamada, y 15 por un polvo. Con
ese dinero pudo permitirse un apartamento mediocre en la ciudad. Algo
era algo.
Ahora que por fin tenía dinero, podía
olvidar su debilidad. Fue así como Steve probó la heroína. La
primera vez que la fumó, sintió una fuerza que jamás había notado
dentro de sí mismo. La primera vez que se la inyectó en vena,
descubrió que había muchos más universos que el suyo propio. Y
todos eran mejores.
Así pasaron 4 años, en los que Steve
fue degenerando hasta convertirse en una especie de engendro con
piernas. Ponía su culo muchas veces por un simple dólar, y era
capaz de hacer la guarrería más grande que se le antojase al
cliente por menos de diez. No podía pasar más de un día sin
inyectarse. Era su vida, descubrir nuevos universos. Infinitos.
Hasta que un día Steve se sorprendió.
El cliente que estaba con él le sonaba, pero no sabía de qué.
Probablemente de algún polvo pasado, pensó. El cliente le chupó la
polla, se lo folló, y se corrió. Luego se marchó. Steve intentaba
recordar quién era aquel hombre. No era capaz. Hasta que se dio
cuenta de que se había dejado algo. Una insignia que se le había
caído de la americana. La vio con horror, ya sabía quién era él.
Pero no se podía hacer a la idea. Era demasiado repulsivo. Era
demasiado irreal, demasiado increíble para ser cierto. El hombre que
se marchó de su apartamento era John, su propio padre.
Al día siguiente el periódico local
amanecía con una pequeña noticia en la página 23. Un joven
drogadicto se había suicidado dejando una extraña nota. “
Papá, soy débil. Siempre lo he sido, y nunca va a cambiar. Quiero
que sepas que fuiste el último hombre que amé durante unos
minutos”. El periódico dejaba
constancia de que si alguien sabía quién era se pusiese en contacto
con la policía.
Una
semana más tarde, la madre de Steve se encontró a su marido
ahorcado en el garage. Simplemente con una nota que decía: “Lo
siento, hijo.”
Después
de todo, una mujer podía sonreir. Creyó ver en esa nota que su
marido no pudo con la muerte de su hijo, y que siempre le había
querido. La ingenuidad de esta mujer alegraba el entierro de John.
Era la mujer más orgullosa de toda América. Su marido y su hijo
descansando juntos, y ella por fin libre de todo. Ahora podría
volver a su pequeño pueblo con su madre y su hermana. La felicidad
se encuentra en los rincones del alma.
Por Henry Borowski...

 
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