domingo, 11 de marzo de 2012

Enclenque.


Steve era todo lo que su padre odiaba. Era enclenque, no valía para los deportes y le interesaban más como hacer un bizcocho que el fútbol. Además, apenas tenía amigos y contínuamente le pegaban en la escuela. Su padre le aborrecía. Cuando John lo miraba, sentía ganas de empujar a su propio hijo. El era un veterano de Indochina, y Steve era lo que se llamaba en aquella época un queer, un maricón. Así, cuando el pequeño y tímido Steve cumplío la mayoría de edad, su padre le cerró la puerta para no abrirla nunca más.

La primera experiencia de Steve con otro hombre fue cuando tenía catorce años. El profesor de Educación Física se acercó una tarde en los vestuarios, y le arrinconó en las duchas. Le dijo que si quería aprobar debería ganarse la nota. Tenía que chupársela. Steve no quería, pero era débil y no podía con el profesor. Acabó haciéndolo una vez por semana durante todo el curso. No era algo que le gustaba, pero tampoco le gustaba saltar al potro o jugar a balón prisionero.

La primera vez que Steve se drogó tenía doce años. No podía aguantar los gritos de su padre y las palizas que éste le propinaba a su madre, asi que se fue lejos durante unas horas. Compró un bote de pegamento, lo echó en una bolsa, y esnifó. Así comenzó una espiral que le llevaría a las anfetaminas, y más tarde, al caballo.

Cuando Steve se vio sólo y sin ningún sitio a donde ir, hizo lo que entendió era lo más lógico. Se convirtió en un chapero más de aquel maloliente barrio de Los Ángeles. Cobraba 5 dólares por una mamada, y 15 por un polvo. Con ese dinero pudo permitirse un apartamento mediocre en la ciudad. Algo era algo.

Ahora que por fin tenía dinero, podía olvidar su debilidad. Fue así como Steve probó la heroína. La primera vez que la fumó, sintió una fuerza que jamás había notado dentro de sí mismo. La primera vez que se la inyectó en vena, descubrió que había muchos más universos que el suyo propio. Y todos eran mejores.

Así pasaron 4 años, en los que Steve fue degenerando hasta convertirse en una especie de engendro con piernas. Ponía su culo muchas veces por un simple dólar, y era capaz de hacer la guarrería más grande que se le antojase al cliente por menos de diez. No podía pasar más de un día sin inyectarse. Era su vida, descubrir nuevos universos. Infinitos.

Hasta que un día Steve se sorprendió. El cliente que estaba con él le sonaba, pero no sabía de qué. Probablemente de algún polvo pasado, pensó. El cliente le chupó la polla, se lo folló, y se corrió. Luego se marchó. Steve intentaba recordar quién era aquel hombre. No era capaz. Hasta que se dio cuenta de que se había dejado algo. Una insignia que se le había caído de la americana. La vio con horror, ya sabía quién era él. Pero no se podía hacer a la idea. Era demasiado repulsivo. Era demasiado irreal, demasiado increíble para ser cierto. El hombre que se marchó de su apartamento era John, su propio padre.

Al día siguiente el periódico local amanecía con una pequeña noticia en la página 23. Un joven drogadicto se había suicidado dejando una extraña nota. “ Papá, soy débil. Siempre lo he sido, y nunca va a cambiar. Quiero que sepas que fuiste el último hombre que amé durante unos minutos”. El periódico dejaba constancia de que si alguien sabía quién era se pusiese en contacto con la policía.

Una semana más tarde, la madre de Steve se encontró a su marido ahorcado en el garage. Simplemente con una nota que decía: “Lo siento, hijo.”

Después de todo, una mujer podía sonreir. Creyó ver en esa nota que su marido no pudo con la muerte de su hijo, y que siempre le había querido. La ingenuidad de esta mujer alegraba el entierro de John. Era la mujer más orgullosa de toda América. Su marido y su hijo descansando juntos, y ella por fin libre de todo. Ahora podría volver a su pequeño pueblo con su madre y su hermana. La felicidad se encuentra en los rincones del alma.



Por Henry Borowski...

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