Otra
noche más en la vida de Henry. Altas expectativas al comienzo,
resultados nulos al final. Desnudo en la cama se lamenta de la vida.
Era
el día de San Patricio, la noche del alcohol por antonomasia. Henry
estaba solo en el bar, y comenzó a beber. Una cerveza tras otra. El
lúpulo de cebada bajaba por su garganta mientras saboreaba el aroma
de la victoria. A estas alturas de la noche todavía pensaba que la
vida le sonreiría. Pasaron las horas y Henry seguía bebiendo.
Cerveza y cerveza y cerveza. Ya no sentía dolor al morderse el
labio. Sabía que debía parar. La cacería requerría los cinco
sentidos.
Después
de tanto alcohol, fue a otro bar a por mujeres. Pero la vergüenza
podía con él. Temía el ridículo, de una forma tan grave que
sentía como todos los ojos sin vida del bar se posaban en sus
movimientos. Se sentía feo y torpe. No era capaz de entablar una
conversación ni siquiera con la camarera a la que le pedía otra
botella de cerveza. Así que recurriría al método perruno. Ese de
arrimarse como si fuese un perro y la chica una farola. Acercarse a
ver que pasaba. Nada.
De
repente, todo cambió en la mente de Henry. Se dio cuenta de que
todas las mujeres buscaban un prototipo nocturno. Notó por vez
primera que la noche y el ligar forman parte de una costumbre
impuesta por el rebaño de la masa social. Que todos tenían
idénticos patrones, mismas respuestas.
Y
se dio cuenta de que él no quería ser una oveja más. Ni las
prostitutas callejeras de esa noche le contentaban. Había
descubierto una verdad universal, o al menos una verdad cultural, y
sólo le hizo falta que todas las mujeres le rechazasen y un largo
paseo de vuelta a casa mientras la cabeza le daba vueltas. 
Tumbado
en la cama, sigue lamentándose de la vida. Pero sabe que ésta pasa.
Y que cada individuo debe aferrarse a su pedazo de libertad.
Por Henry Borowski...
 
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