Henry no entendía por qué su cerebro
conectaba el sexo con la violencia. No sabía si al resto de las
personas les ocurría, pero cuando estaba jodiendo con una mujer, hay
veces que eso no le llegaba para sentirse completo. Es en ese momento
cuando le invade una sensación por todo el cuerpo en la que le pide
que golpee algo. Le gustaría golpearla a ella, pero no estaría
bien. Además, una vez hubiese descargado todo su semen sobre su
maltrecha cara, sabe que se sentiría mal. Es por eso que se
contiene, pero teme perder el control algún día, hiriendo a alguien
y lo que es peor, hiriéndose a si mismo por la culpa y el
remordimiento. 
Lo peor era cuando bebía. En el
momento en que una gota de cerveza bajaba por su garganta (y esto
ocurría con frecuencia) no había vuelta atrás. Iba de bar en bar,
bebiendo cada vez más e intentando ligarse a alguna mujer de manera
cada vez más penosa, hasta que no podía más y caía redondo contra
alguna acera llena de jeringuillas usadas y cartones de vino. Era su
mundo, el de los vagamundos y los yonquis, el de las putas y los
maricones que venden su culo por un puñado de dinero con el que
poder meterse algo de mierda al cuerpo.
Al final, después de un par de horas
tirado, buscaba alguna prostituta para vaciarse. No era fácil, pues
apenas le quedaba dinero y apestaba a sudor y alcohol. A veces, no
encontraba. Cuando esto ocurría, iba a los lavabos de la estación
de tren, y se lo montaba con cualquier viejo asqueroso que buscaba
carne infantil, en un vano intento de arrebatarle tiempo a su reloj
vital, como intentando traspasar su vejez a ese chico joven, y
liberándose de todos los tumores que tenía su cuerpo lleno de vicio
y sangre. 
Henry acababa siendo objeto de una
felación por parte de este viejo, el cual no contento con eso le
obligaba a chuparle los dedos de la mano mientras realizaba el sexo
oral en cuestión. Pero Henry necesitaba descargarse, y no le valía
hacerlo solo. Despúes de eso, se marchaba dando tumbos a su casa.
Las mañanas siguientes, eran todas
iguales para él. Se levantaba a las dos de la tarde, vomitaba y se
iba a la ducha. Pero ni todo el jabón del mundo sería capaz de
quitarle esa porquería mental, ese sinsabor llamado vergüenza. No
recordaba apenas nada de la noche anterior, pero sus nudillos estaban
ensangrentados y su polla escocida. Probablemente perdió el control,
pero nunca lo sabrá.
Unas horas despúes de la ducha y de
comer lo que le quedase en casa, a eso de las siete de la tarde,
Henry entraba en el bar de al lado. Comenzaba otra vez el círculo
animal.
Por Bukowski...

 
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